La política exterior de Estados Unidos se oscurece. Los fantasmas de la guerra contra el terror reaparecen con sus huesos descoyuntados y sus alaridos atormentados. Gana enteros el desprecio al derecho internacional. Y aunque se aleja temporalmente la posibilidad de una guerra con Corea del Norte, toma forma un plan para reventar nuevamente Oriente Próximo dinamitando uno de sus pocos focos de estabilidad: el acuerdo nuclear con Irán. Donald Trump ha despedido a su secretario de Estado, Rex Tillerson, para reemplazarlo por el actual director de la CIA, Mike Pompeo, defensor de la tortura y obsesivamente antiraní. Al frente del espionaje quedará Gina Haspel, una exagente de las operaciones clandestinas que habría dirigido los interrogatorios contra sospechosos de terrorismo en las cárceles secretas de Tailandia.

Esta enésima remodelación en las altas instancias de la Casa Blanca pone de manifiesto que Trump no se siente atado por la necesidad de complacer a las distintas facciones del Partido Republicano en sus nombramientos, como sucedió a principios de su mandato, cuando mezcló un batiburrillo de perfiles que acabaron haciéndose la guerra y ejerciendo de contrapeso a los instintos del presidente. Tillerson era uno de los últimos mohicanos de aquel equipo original del que ya no quedan más que tres generales y la familia del magnate. La lealtad al césar se impone como criterio absoluto. Y el exejecutivo de Exxon Mobil no tenía cabida.

CONTINUAS DESAVENENCIAS

Sus desavenencias con Trump han sido constantes. Tillerson defendió el acuerdo del clima de París. El diálogo con Corea del Norte (cuando la Casa Blanca amenazaba con «furia y fuego»). Una postura firme hacia Rusia. Y sobre todo estaba radicalmente en contra de romper el acuerdo nuclear con Irán. Tampoco debió ayudar que describiera al presidente como un «imbécil» durante una reunión en el Pentágono.

Su marcha llevaba gestándose al menos desde noviembre, cuando la Casa Blanca puso un plan sobre la mesa para reemplazarlo por Pompeo. No se materializó, pero sus horas estaban contadas. Su destitución llega un día después de que Tillerson acusara al Kremlin de estar detrás de la muerte del espía ruso en Londres, una acusación que ni Trump ni la Casa Blanca han secundado. «Diferíamos en algunas cosas como el acuerdo con Irán. Pensábamos de forma diferente», dijo el presidente poco después de anunciar el cese a través de Twitter. Según algunos medios, Trump ni siquiera le llamó para anunciárselo.

Tillerson pasará a la historia como uno de los secretarios de Estado más intrascendentes que ha tenido EEUU, una figura permanentemente ofuscada por Nikki Haley, la combativa neoconservadora que ejerce de embajadora ante Naciones Unidas. Discreto y poco amigo de los micrófonos, trabajó por tender puentes en una Administración siempre dispuesta a dinamitarlos y a menudo quedó marginado de las decisiones importantes. Aparentemente se enteró por la prensa de la decisión de Trump de negociar con el dictador norcoreano Kim Jung-un, a pesar de haber sido uno de los más firmes partidarios del diálogo. Tampoco hizo nada para frenar los planes de Trump de dejar en los huesos el organigrama diplomático del Departamento de Estado.

Pero algunos le echarán de menos en Washington. Tillerson era un moderado y será reemplazado por un halcón intoxicado por las doctrinas que arrastraron a EEUU a uno de los peores capítulos de su historia. Pompeo ha llamado «patriotas» a los responsables de la tortura en los años de George Bush, es firme partidario de revitalizar Guantánamo y está tan obsesionado con Irán que merece una condecoración por parte del Gobierno israelí.

Respecto al momento elegido para el cambio, la Casa Blanca señaló que es el adecuado ante las negociaciones que se avecinan con Corea del Norte. Lo cierto es que los tiros parecen ir por otro lado. Trump ha fijado mayo como plazo para renegociar el acuerdo con Irán; de otro modo podría rescindirlo. En Israel y Arabia Saudí deben estar celebrando la designación de Pompeo.