La venganza es un plato que se sirve frío, como ha comprobado Andrew McCabe, número dos del FBI. Solo 26 horas antes de su jubilación, McCabe fue despedido ayer por el fiscal general de EEUU, Jeff Sessions, decisión que probablemente le dejará sin una parte sustancial de su pensión. Su cese fulminante a solo unas horas de que se quitara de enmedio tiene hechuras de vendetta porque McCabe había desempeñado un rol importante en la investigación de la trama rusa, un desempeño que le convirtió en objetivo habitual de las críticas de Donald Trump, quien le ha acusado de comportarse con parcialidad por sus simpatías demócratas. No en vano, solo unas horas después de su cese, el abogado del presidente pidió que se cierre la investigación del Rusiagate. Sostiene que está políticamente «corrompida».

La jugada es puramente trumpiana. El presidente sigue maniobrando para quitarse de encima a sus enemigos y ajustar cuentas con cuantos no protegen sus intereses. Ya lo hizo con James Comey, el jefe del FBI al que despidió hace poco más de un año cuando lideraba la investigación sobre los posibles vínculos entre las maniobras del Kremlin para interferir en las elecciones y su equipo de campaña. Y ahora castiga a McCabe, quien fuera mano derecha de Comey, otro de los funcionarios díscolos del aparato de seguridad. McCabe no se quedó callado. «Este ataque a mi credibilidad no solo es parte del intento de difamarme personalmente, sino también de mancillar al FBI, a las fuerzas de seguridad y la inteligencia», dijo en un comunicado. «Es parte de la guerra abierta que la Administración mantiene con el FBI y la investigación del fiscal especial» Robert Mueller.

McCabe no está limpio de toda culpa. Había cometido errores y a ellos se ha agarrado el fiscal general para justificar su despido.