Donald Trump era conocido por sus gustos ostentosos de nuevo rico, reflejados en su residencia de Trump Tower, un apartamento de tres pisos decorado con columnas de mármol, fuentes y muebles versallescos en oro de 24 quilates. Pero desde que llegó a la Casa Blanca, el orbe no ha descubierto a una versión anglófona del Rey Sol, sino a una especie de Homer Simpson trajeado y enfadado con medio mundo, un presidente con debilidad por la comida basura, alérgico a los libros, incapaz de despegarse de la televisión y obsesivo en su manejo de las redes sociales. Un producto de la época.

Cuando no está jugando al golf, al que le ha dedicado 94 días, el presidente trabaja con horarios estajanovistas. Se levanta a las 5.30, enciende alguna de las tres pantallas de plasma que tiene en el dormitorio y pempieza a hacer llamadas y a tuitear. El presidente desayuna poco, y si lo hace prefiere «baicon con huevos, muy hecho». La inspiración para sus tuits la saca de Fox & Friends, un magazine donde se le trata muy bien.

Trump pasa tantas horas al día ante de la televisión (un mínimo de cuatro, según The New York Times) que algunos diplomáticos extranjeros han pedido a sus Gobiernos que, cuando quieran que les escuche el presidente, salgan por las cadenas de noticias por cable. Alrededor de las 9.30, y tras marcar la agenda del día con su chaparrón de tuits, el empresario neoyorkino llega al Despacho Oval. Después tiene el briefing de la inteligencia, donde recibe información clasificada sobre crisis y amenazas mundiales. Esas reuniones se han adaptado a su forma de procesar la información. Los informes han de ser de una sola página e incluir sumarios, gráficos y fotos. También ayuda si el nombre del presidente aparece muchas veces. Le ayuda a mantener la atención.

Uno de los grandes momentos en la vida de Trump fue su debut como presentador al frente de El aprendiz en 2004. Aquella experiencia es parte de su ADN y, por momentos, ha gobernado como si fuera el presentador en jefe de un país de telespectadores.

Ese mismo espíritu ha tratado de inculcárselo a sus asesores. Trump les dijo que «piensen en cada día de su presidencia como si fuera el episodio de un programa donde él derrota a sus rivales».

Trump ha decorado la Casa Blanca a su gusto. Las cortinas granates del Despacho Oval son ahora doradas, y el arte moderno de los Obama ha desaparecido para dejar espacio a más cuadros de corte clásico, lo que incluye retratos de los expresidentes Andrew Jackson y Teddy Roosevelt, dos de sus héroes.

Trump ha desacralizado su oficina. La puerta del Despacho Oval estuvo muchos meses casi siempre abierta para toda clase de asesores, parientes, amigos y simpatizantes. «Es como le gusta trabajar, entre multitudes», escribió Time.

De su antipatía hacia los libros se ha escrito mucho. «Es peor de lo que te imaginas. Trump no lee nada, ni siquiera memorandos de una página o breves informes, nada», dijo su asesor económico, Gary Cohn. Tampoco le gusta la soledad. Hasta que Melania y Barron se mudaron a la Casa Blanca en junio, solía tener constantes invitados para cenar.

Hay noches que a las 6.30 está ya en el dormitorio. Cierra las puertas con pestillo, se pide una cheeseburguer, otra lata de Coca Cola 0 (bebe doce al día) y se pone a ver la tele, a tuitear y a llamar a sus amigos multimillonarios hasta altas horas de la noche, según cuenta Michael Wolff en Fuego y furia. En esas llamadas ventila sus ansiedades y raja contra todo lo que se mueve. Dormir duerme poco: cuatro o cinco horas al día.