La capital de Estados Unidos aparcó por unas horas sus diferencias políticas y su extrema polarización para despedir a George Herbert Walker Bush, quien fuera su 41º presidente, fallecido el pasado viernes a los 94 años. Bush fue el último de los máximos dirigentes del país en combatir en la Segunda Guerra Mundial y su adiós marca el final de una época.

Lo es no solo por las circunstancias históricas que le tocó vivir, sino también por el civismo y la decencia que desplegó, principios muy alejados de la toxicidad que impera hoy en Washington. «Bush fue el último de los grandes estadistas soldado», dijo el historiador presidencial, Joe Meacham, durante el funeral de estado celebrado en la Catedral Nacional de Washington.

El fugaz destello de unidad quedó simbolizado por la presencia en la catedral del presidente Donald Trump, además de Obama, Bush hijo, Clinton y Carter. Trump fue el último en llegar. Estrechó las manos de los Obama y ni siquiera miró a los Clinton, con los que mantiene una relación nefasta. No muy distinta a la que tiene con los Bush, después de haber definido a Bush 45 como el peor presidente de la historia.

Todo giró en torno a la figura de Bush padre, aquel aristócrata nacido en Nueva Inglaterra que antes de llegar a la Casa Blanca combatió en el Pacífico, fue embajador ante la ONU, enviado en China, director de la CIA o vicepresidente con Reagan. Solo estuvo un mandato en el Despacho Oval (1989-1993), pero su pragmatismo fue fundamental para construir sin traumas el mundo salido de la guerra fría y propiciar la reunificación alemana. Entre los invitados estaban Ángela Merkel, el príncipe Carlos o los líderes de Jordania y Polonia.