Siempre han estado ahí. En Alemania la mitificada desnazificación nunca fue el proceso modélico que se había vendido. Sin embargo, los sectores más ultra del país habían sido relegados al ostracismo político. La implosión del sistema financiero y la llegada de cientos de miles de refugiados a Europa generó un clima de incertidumbre y temor que Alternativa para Alemania (AfD) supo utilizar para catapultar los postulados de la extrema derecha a la primera plana nacional, lanzando un mensaje de advertencia: “Estamos aquí para quedarnos”.

Las elecciones de 2017 fueron su primer gran golpe sobre la mesa pero su primera victoria fue marcar la agenda política. En un efecto demoledor que se repite en todo el continente, las recetas de AfD en contra de los inmigrantes y las élites calaron hondo en un espectro de la población. Los grandes partidos reaccionaron tarde. Primero, les ignoraron; después, se apresuraron en mimetizar su estrategia. Cinco años después de su nacimiento y convertida en líder de la oposición, AfD tiene representación en todos los parlamentos del país y cuenta con alrededor de un 20% de los votos en el Este, campo abonado de desigualdad, precarización y feudo de la escena neonazi.

“Angela Merkel debe irse” se ha convertido en el lema de AfD. Para muchos, incluso dentro de su propio partido, las políticas migratorias de la canciller son el origen de todos los problemas. La irrupción de AfD ha reventado el consenso en el conservadurismo alemán y la presión de sus socios bávaros ha desestabilizado a la canciller, avanzando el anuncio de su retirada política. Para otros, se ha convertido en un muro de contención de la ultraderecha. No obstante, víctima de esa normalización y del abandono del centro de sus críticos internos, Merkel también ha terminado sucumbiendo a una política más restrictiva.

COMODIDAD PARA LOS RADICALES

El éxito de AfD también se debe a una incisiva estrategia de comunicación que, con el referente de Breitbart, explota casos individuales y se sirve de informaciones manipuladas. Aunque el jefe de campaña de Donald Trump se reunió con Alice Weidel, líder parlamentaria de AfD, para hablar de esa estrategia, su papel en Alemania es marginal. “No estamos en Estados Unidos”, espetó Alexander Gauland, co-presidente del partido. “Los intereses anti-establishment en Europa son bastante divergentes”.

Ciertamente, AfD es más neoliberal y menos proteccionista que otras formaciones y su euroescepticismo es menos acentuado. A pesar de nacer de la crítica a Bruselas, la impopularidad del ‘brexit’ ha hecho que los ultra alemanes opten por actuar como caballo de Troya y apartar su petición de salida de la UE. Un gesto estratégico de cara a unas elecciones europeas en las que tampoco quieren saber nada de Bannon.

AfD no es un partido neonazi. Convertida en una formación paraguas, aglutina ultraconservadores, etnonacionalistas, euroescépticos y voto protesta. Sin embargo, las facciones más extremas del partido no han tenido reparo alguno en manifestarse junto a grupos identitarios filofascistas ni en contar con asistentes de pasado pardo en el parlamento, acomodados con la propulsión de sus ideas al ‘mainstream’. Lejos de ser inmune, Alemania también ha claudicado al auge ultranacionalista.

AUSTRIA, NORMALIZACIÓN ULTRA

Si en Alemania la desnazificación no fue modélica en Austria fue directamente una broma. Fundado en 1956 por el dirigente nazi Anton Reinthaller, el Partido por la Libertad (FPÖ) fue minoritario hasta la aparición de Jörg Haider, quien a finales de los 90 popularizó esa furibunda retórica pangermanista y catapultó a la formación hasta el gobierno. Dos décadas más tarde, su discípulo, el ahora vicecanciller Heinz-Christian Strache, ha perfeccionado esa estrategia de normalización para marcar el rumbo de todo el país, convirtiéndose así en el primer mandatario del continente formado en organizaciones paramilitares neonazis. El FPÖ no ha cambiado, pero el tablero de juego sí.

Su creciente fuerza electoral llevó a la ultraderecha a condicionar un equilibrio de poder que hasta entonces quedaba en manos del debilitado bipartidismo. Joven, ambicioso y de fuerte instinto político, Sebastian Kurz se convirtió en una estrella en 2015 cuando, como ministro de Exteriores, se opuso a Merkel y consiguió cerrar la ruta de los Balcanes por donde llegaban los refugiados.

Alejado de las siglas de su partido, el decadente Partido Popular (ÖVP), Kurz copió y legitimó el discurso desacomplejadamente xenófobo del FPÖ. Ese giro le llevó a la cancillería. Renunció al centro y apostó por el caballo ganador, entregando a una ultraderecha cercana a Moscú el control del ejército, la policía, la diplomacia y los servicios de inteligencia. A cambio Strache apartó la salida de la UE de su rumbo. A diferencia de lo ocurrido en 2002, la UE no boicoteó la coalición de derechas. El joven Kurz fue visto como un mal menor en Bruselas.

En poco más de un año Kurz ha pasado de ser comparado con Macron a serlo con una versión refinada de Trump. Con su llegada al gobierno consiguió reflotar y consolidar un partido del establishment que iba de caída y contener el auge de la ultraderecha a costa de adoptar su discurso, un modelo que persiguen otros jóvenes líderes como Pablo Casado en España. Sirviéndose de la presidencia autríaca de la UE ha amplificado el dogma del cierre de fronteras y el impulso de la identidad nacional, uniéndose a Washington y el Grupo de Visegrado en su rechazo al pacto migratorio de las Naciones Unidas.

Neoliberal, pro-europeísta y anti-inmigración, Kurz parece señalar el camino de salvación del centro-derecha. Acomodado en el poder, el patriotismo exacerbado y excluyente vuelve a ser la norma en el país donde la ultraderecha nunca se fue.