Si sobrevivimos a la segunda guerra mundial, sobreviviremos al brexit, dicen los ingleses más eurófobos. Es una falacia más; en aquella guerra nadie luchó solo, nadie venció solo. Miles de soldados se dejaron la vida en el desembarco de Normandía, cuyo 75º aniversario se celebró esta semana. Murieron por una Europa libre y democrática, el motor que más tarde alumbraría las diferentes fases y siglas de lo que hoy llamamos Unión Europea (UE), una organización imperfecta que ha logrado algo inaudito: décadas de paz y entendimiento entre enemigos aparentemente irreconciliables.

El Reino Unido se siente una isla tocada por los dioses, capaz de navegar en solitario, y a veces de la mano de EEUU, su excolonia, de la que le separa un idioma común (Bernard Shaw dixit). Los ingleses son los menos británicos del Reino Unido. Ser inglés es casi un título nobiliario.

Esa inglesidad extrema aconsejó quedarse fuera de la firma del Tratado de Roma en 1957, la base política y legal de la nueva Europa. Enviaron como observador a un subsecretario. Fue una declaración de intenciones, heredera del célebre titular de The Daily Mail, «niebla en el Canal, el continente aislado».

El recelo ante cualquier entidad que amenace la soberanía nacional impregna a toda la clase política, sean conservadores o laboristas. Por eso Jeremy Corbyn, euroescéptico de izquierdas, quiere salir de la UE, a la que considera un club de empresarios y banqueros. Es heredero de una tradición laborista antieuropea que lideraron Hugh Gaitskell y Michael Foot.

Esta desconfianza congénita hacia Europa tiene tres pilares: la enemistad histórica con Francia, la existencia de la alternativa de la Commonwealth -una institución con aroma imperial, en la que los brexiteers siguen anclados- y las guerras contra el papado de Roma. Lo que empezó como un pulso privado, el derecho a divorciarse de Catalina de Aragón y volver a casarse, terminó en un cisma religioso y en la llegada del nacionalismo inglés. Enrique VIII, que vivió en el siglo XVI, fue el primer brexiteer. Se peleó con el papa Clemente VII y el rey de España -que eran la Europa dominante-, y salió airoso.

Esa reconstrucción identitaria tiene más de propaganda que de verdad. Inglaterra ha estado íntimamente unida a Europa, fue provincia del imperio romano durante siglos, estuvo en todas las guerras continentales, tuvo castillos en Francia. Por sus venas corre sangre normanda y sajona. Son mezcla en un continente de mezclas. Ser la cuna de la Revolución Industrial, del capitalismo moderno en la segunda mitad del siglo XVIII, le otorgó una ventaja tecnológica incontestable. No solo eran sus telares, era una mentalidad audaz y comercial, que persiste, protegida por una gran flota.

La derrota de Hitler generó un nuevo orden mundial. Londres, que tanto peleó por derrotar el nazismo, no supo leer el cambio de guion, la irrupción de su excolonia como superpotencia y único líder capitalista. Llegaron las independencias de India y Pakistán en 1947, y en los años 60, las de gran parte de las Áfricas, y el Reino Unido descendió de división.

Cuatro años después de la firma fundacional en Roma, Londres admitió su error y trató de incorporarse al proyecto europeo. El presidente de Francia Charles de Gaulle, que también tenía memoria histórica, se negó. Dijo que el Reino Unido sería un caballo de Troya de EEUU. Londres tardó 12 años en lograr el visto bueno de París, ya sin De Gaulle. Entró en 1973 junto a Irlanda y Dinamarca. Fue un éxito del conservador Edward Heath, pero dejó una sensación de maltrato. El euroescepticismo militante arrancó antes de la adhesión. Su impulsor fue el laborista Harold Wilson, que prometió cambios en el texto de adhesión. Wilson ganó y convocó un referéndum en 1975. Venció la continuidad en Europa por 67,2% frente a un 32,8%.

La entrada del ciclón Thatcher en Downing Street, en mayo de 1979, cambió para siempre la política británica. Su relación con la UE fue compleja. Tuvo sus años de cierto entusiasmo en los que participó en la creación del mercado único, y otros de queja; su célebre «I want my money back» de 1979. Nueve años después, se declaró engañada por el jefe de la Comisión Europea, Jacques Delors, que defendía el federalismo como instrumento para avanzar en una unión política. Desde 1988, Thatcher atacó el exceso de poder de Bruselas y denunció el peligro que suponía para su soberanía nacional.

EL ESLOGAN

Los brexiteers sostienen que Thatcher habría apoyado hoy la salida. No deja de ser un eslogan. Solo sabemos que defendió la permanencia en 1975, y que nunca promovió la salida. Fueron los laboristas los que en 1983 exigieron un nuevo referéndum.

En 1994 se fundó el Referendum Party, liderado por el euroescéptico James Goldsmith. En las elecciones generales de 1997 obtuvo 810.860 votos y cero escaños. Fue el precedente del Partido de la Independencia del Reino Unido de Nigel Farage, que desempeñó un papel decisivo en el resultado del referéndum del 2016, en el que 17.410.742 británicos votaron a favor de dejar la UE, el 51,9%. Un vuelco en solo 17 años.

El primer ministro conservador David Cameron perdió la consulta y el cargo. Fue incapaz de leer el ánimo de la calle británica, el impacto de la crisis del 2008 y el miedo a los cambios. Esta vez, el Reino Unido no estaba al frente de la revolución tecnológica. El nuevo centro era Silicon Valley. En aquella campaña dominó la emoción, la inglesidad. La UE se convirtió en el enemigo, campó la agitación de un nacionalismo xenófobo que aún cree que la Royal Navy domina los mares y la reina se llama Victoria.