Las trascendentales consecuencias del giro conservador que Donald Trump ha dado al Supremo de Estados Unidos han vuelto a evidenciarse este jueves. La nueva mayoría conservadora ha amparado la polémica práctica del gerrymandering, el rediseño partidista de mapas electorales que beneficia al partido en el poder. Y aunque en otra decisión el Alto Tribunal ha paralizado el intento de la Administración de incluir una conflictiva pregunta sobre ciudadanía en la elaboración del próximo censo, que también podría tener consecuencias electorales favorables a los republicanos, ese bloqueo no es definitivo. Los jueces conservadores no niegan que el «partidismo excesivo en la creación de distritos (electorales) lleva a resultados que razonablemente parecen injustos» y asumen que la práctica es «incompatible con los principios democráticos». Sin embargo, han estipulado que tomar determinaciones sobre la cuestión no es asunto de la justicia federal.

Es una sentencia de calado enorme, pues la ciudadanía o la oposición solo podrán plantear demandas en tribunales estatales (donde muchos jueces son nombrados por un partido o elegidos en distritos rediseñados de forma partidista). Y eso cuando los rediseños son cada vez más radicales y problemáticos, especialmente aunque no solo en gobiernos estatales controlados por los republicanos. En uno de los dos casos abordados por el Supremo, por ejemplo, los republicanos en Carolina del Norte redibujaron los mapas de forma que en 2016 con el 53% de votos ganaron el 77% de distritos.

La jueza progresista del Supremo Elena Kagan ha alertado en su voto disidente que el gerrymandering «pone en peligro nuestro sistema de gobierno» y expertos y organizaciones que trabajan en la defensa de la democracia en EEUU han reaccionado con indignación.

Alex Keena, autor de un libro sobre gerrymandering, cree que se lanza el mensaje de que «los partidos son libres para manipular los distritos para avanzar metas políticas descaradas».