Hace 125 años las mujeres neozelandesas fueron las primeras en ver reconocido el derecho de sufragio -las españolas hubieron de esperar a la Constitución republicana de 1931-, hace tres meses Jacinda Ardern (Hamilton, Nueva Zelanda, 26 de julio de 1980) se convirtió en la segunda mujer en dar a luz siendo primera ministra -antes fue Benazir Bhutto en 1990-, y desde el martes 25 de septiembre es la primera mandataria que se ha presentado en la Asamblea General de las Naciones Unidas acompañada de un bebé, la niña Neve Te Aroha -Brillante Amor, la traducción-, a quien tuvo en brazos hasta que le tocó intervenir en la conmemoración del centenario de Nelson Mandela, momento en que la pequeña quedó al cuidado de su padre, Clarke Gayford, una estrella de la televisión. Yerra de medio a medio si alguien dice que hizo un Bescansa (la diputada de Podemos que amamantó a su hijo de seis meses en el Congreso, el 13 de enero de 2016).

A nadie sorprenden en su país las maneras de Ardern, que se define como socialdemócrata, progresista, republicana, feminista y agnóstica sin menoscabo para su ocupación de jefa del Ejecutivo neozelandés desde el 26 de octubre del año pasado. «Cada familia tiene una historia de una mujer pionera, una wahine toa -mujer fuerte en maorí-. Pero estas mujeres aún existen hoy y su lucha se manifiesta en nuestra vida diaria», proclama Ardern, a la que cabe incluir en la categoría, según se desprende de su lucha sin desmayo por la igualdad entre mujeres y hombres, por su compromiso en la defensa de los derechos de los niños en situación vulnerable y por su precocidad política. Aliñado todo con una «enérgica seguridad personal», de acuerdo con uno de sus compañeros de oficina cuando fue asesora política en Londres del primer ministro Tony Blair, donde conoció los secretos del oficio rodeada de profesionales bregados.

Fueron sus estudios de Comunicación Política y Relaciones Públicas en la Universidad de Waikato los que le permitieron encontrar trabajo en el Reino Unido, los que hicieron posible su ascenso a toda prisa en el escalafón del Partido Laborista neozelandés hasta llegar a la presidencia de la Unión Internacional de Juventudes Socialistas en 2008 y los que aquel mismo año la convirtieron en la diputada más joven hasta entonces de la historia de su país, reelegida en el 2011, el 2014 y el 2017. Siempre con un eslogan feminista por bandera: «Todo lo que falta para lograr la igualdad de género está en lo alto de mi lista de objetivos».

Si hasta la fecha el conocimiento inmediato de Nueva Zelanda se reducía a la haka, el rito que practican los All Blacks -la selección de rugby del país- antes de cada partido, el gesto de Ardern en la ONU invita a salirse de los tópicos y dar con algunos datos que configuran el perfil de un archipiélago lejos de todas partes. Y surge al hacerlo el sentimiento de identidad diferenciada de Australia, el gigante al norte de las islas, la herencia de la cultura maorí y la idea de que el Estado debe ser «la red de seguridad para aquellos que no pueden mantenerse por sí mismos», en palabras de Ardern, defensora del matrimonio entre personas del mismo sexo -se sumó al desfile del Día del Orgullo Gay, fue el primer gobernante de su país en hacerlo-, de la despenalización del consumo de cannabis y del mantenimiento de la discriminación positiva para los maoríes.

Cuando la periodista Eleanor Ainge Roy, del diario británico The Guardian, le preguntó a Ardern en el 2016 por el futuro que esperaba, descartó todo lo que luego ha sido en política. «Ardern había dicho muchas veces que no quería el mejor trabajo -recuerda Roy-: quería una familia. Había sufrido de ansiedad, lo que creía que le impedía ocupar puestos de liderazgo». Algo que lleva a Roy a sacar la siguiente conclusión: «Hace que lo extraordinario parezca corriente».

La escritora australiana Van Badham, feminista destacada, sostiene que Ardern es «la verdadera heroína que la izquierda global necesita en este momento». Sus metas inmediatas son, sin embargo, más modestas: se contenta con consolidar «una nación amable y equitativa en la que los niños prosperen, y el éxito se mida no solo por el PIB, sino por una vida mejor vivida por su gente». Algo aprendido de su referencia ideológica reconocida, la exprimera ministra laborista neozelandesa Helen Clark, administradora del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo del 2009 al 2017. Una certidumbre vincula a ambas: «La crisis golpea a quienes no la causaron», una realidad soslayada por la mayoría de los políticos convencionales.