No ha terminado la guerra ni se ha acabado el yihadismo radical, que sigue vivo en amplias zonas de Oriente Próximo, Asia y África. Solo tenemos la foto de la retirada de combatientes desarmados y la de sus familias de Baghuz, y un titular: «El Estado Islámico ha sido derrotado». Es una exageración.

Recordemos las palabras de George W. Bush el 1 de mayo del 2003, cuando proclamó «misión cumplida» a bordo del portaviones Abraham Lincoln. Confundió el derrocamiento de Sadam Husein con la paz. Creyó que había finalizado la liberación cuando estaba a punto de empezar una guerra más larga y sangrienta. De ella surgió el Estado Islámico (EI). Hablamos de más de un millón de muertos entre Irak y Siria.

Donald Trump trata de colgarse una medalla que no le corresponde. En la batalla de Baghuz, que se libra a orillas del Éufrates, en la frontera sirio-iraquí, el peso en la lucha lo llevan las Fuerzas Democráticas Sirias, en su mayoría milicias kurdas a las que EEUU se dispone a abandonar dejándolas expuestas a la venganza de Ankara.

Más allá de las fotos y de las palabras está el problema de qué hacer con los combatientes extranjeros, los miles de jóvenes fanatizados que dejaron sus países para combatir en las filas del EI en defensa del califato. Los que fueron en avión hasta Turquía, tratan hoy de escabullirse en las fronteras para salvar la vida. En el mejor momento del califato llegaron a ser 40.000. Cerca de un 10% tenía pasaporte europeo.

Trump exige a la UE hacerse cargo de los suyos. Sostiene que no es un asunto suyo. Los servicios de espionaje occidentales disponen de información en bastantes casos; en otros, no. No será sencillo juzgarles. Es necesario probar los delitos. Fuerzas especiales, sobre todo británicas, han aprovechado el caos sirio para matar al mayor número de combatientes nacionales, y evitar así su retorno.

Se cree que en Baghuz hay unos 300 extranjeros. No es la última bolsa de resistencia. Más al sur existen otras dos, una rodeada por las tropas de Asad con mil yihadistas, y otra con 3.000. Y está por resolver el futuro de la provincia de Ildib, bajo control de Hayat Tahrir Al Sham, una coalición de grupos armados liderada por la rama siria de Al Qaeda. Se estima que hay 70.000 combatientes entre sirios y foráneos, además de tres millones de civiles, según la ONU. El asalto final depende del pacto entre Rusia y Turquía, aún sin cerrar.

El riesgo de un regreso a corto plazo se concentra en los cientos de extranjeros detenidos en la zona controlada por las Fuerzas Democráticas Sirias. Se cree que hay 800 europeos. Otros yihadistas están encarcelados en Turquía e Irak, donde se les ejecuta en medio del silencio cómplice de Occidente. Los jueces iraquís están completando el trabajo de las fuerzas especiales.

Además de los varones, existen miles de mujeres y niños relacionados con el EI. La oenegé Save the Children calcula que rondan los 3.000 menores. Algunas de estas mujeres fueron capturadas y forzadas a casarse, y a tener descendencia con los milicianos. Otras se sumaron a la causa libremente. Dos casos han llamado la atención estos días. Los de Shamima Begum y Hoda Muthana, de 20 y 24 años. El Gobierno británico ha retirado la nacionalidad a la primera, una medida polémica, para bloquear su retorno a la isla. La segunda, no podrá volver a EEUU, donde nació, porque Trump ha dado la orden de impedirlo. Se las considera peligrosas.

Resulta contradictorio que el presidente exija a sus aliados que admitan el regreso de 800 yihadistas e impida el retorno a casa de una supuesta ciudadana norteamericana.

MECANISMO DE APRENDIZAJE

¿Son recuperables los hijos de combatientes extranjeros que han crecido en un entorno de fanatismo y violencia? ¿Sabemos cómo desprogramarlos del odio? Se va a necesitar algo más que psicología. Sería necesario cambiar la política occidental en Oriente Próximo, impedir que en el relato de la existencia de víctimas y verdugos siempre estemos entre los segundos.

Sería bueno recuperar al mayor número de estas personas. En ese mecanismo se esconde el aprendizaje que nos permitirá cortar los procesos de fanatización en nuestras ciudades, y en nuestras mezquitas.

La mejor herramienta contra el odio es el acceso a un trabajo, la integración, sentirse parte. Pese a que los tiempos no vienen cargados de empatía, no es una quimera. Hay cientos de miles de migrantes y de musulmanes que nunca salen en las páginas de sucesos. Sus historias de éxito nunca son noticia en un mundo que se mueve entre espasmos informativos. Vean la película libanesa Cafarnaúm de Nadine Labaki y descubrirán otro punto de vista en la vida, además de cuáles son los motores del desarraigo.