Es sacerdote aunque no lo parece y lleva más de 20 años como misionero en África. Acaba de recibir el premio Solidaridad del Festival Aragón Negro, que recogió en nombre de la Comunidad Misionera de San Pablo Apóstol.

—¿Por qué misionero?

—Había oído hablar de la comunidad, fui un año a conocerla y me quedé.

—Ha resumido 25 años en 5 segundos.

— (amplia sonrisa) Nuestra comunidad está presente en Turkana, una de las zonas más deprimidas de Kenia. Tenemos ahora mismo cuatro misiones allí, también en Etiopía, Sudán del Sur y Malawi. En la comunidad somos laicos y sacerdotes, treinta y pico repartidos en diferentes lugares. Para nosotros la misión es entendida de una manera integral. En los lugares en los que estamos las buenas noticias son agua, medicinas, comida... Son lugares muy necesitados de cosas materiales.

—¿Se digiere y entiende el contraste?

—Entenderse no se entiende mucho, pero estamos acostumbrados. Para mí es mi hogar después de 20 años seguidos. Vengo aquí dos semanas al año, máximo un mes, para hablar de África y de nuestra misión, de las cosas buenas también. En ese tiempo no da tiempo a adaptarse, choca mucho cómo vive la gente en los países del primer mundo. Allí buscamos agua, aquí nos ahogamos en un vaso.

—Distintos mundos, distintas miserias.

—Dar a conocer la realidad de cómo se vive allí es una manera de traer esperanza aquí. Por un lado, se ve que los problemas de aquí no son tan gordos. Por otro, se entiende que no todo allí es malo.

—¿Cuál es el principal problema?

—Turkana es una zona muy desértica en la que desde los años 60 ha habido constantes sequías y hambrunas. Hay gente que se muere de hambre y en las fronteras hay conflictos. Por la escasez de agua y pastos (viven también de rebaños de vacas, cabras…), se pelean entre las tribus por el control del agua, por llevarse el ganado. Hay muchas armas, además, que quedan de los conflictos bélicos que ha habido en la zona en los últimos años.

—Parece realmente inhóspito.

—Sí, incluso para los de Kenia. Gente de Nairobi u otras partes la ven como una zona hostil en la que no se puede vivir.

—¿Cómo ayudan?

—Lo primordial es el agua. Hay que buscarla. Primero llevamos a un zahorí, un misionero que lleva 40 años allí, que va con el palito y señala. También llevamos hidrogeólogos. Hemos hecho unos 200 pozos en los últimos 20 o 30 años.

—¿Suelen tener éxito?

—Sí. El agua está ahí, en el subsuelo. En el proyecto de ahora en Etiopía pasa lo mismo. En el río seco que hay en la frontera hacen pozos, pero cada día que van a buscar agua las mujeres y las niñas tienen que ir protegidas porque hay emboscadas, se roban, se matan...

--Hablan del lago Turkana como una de las cunas de la humanidad.

--Sí. Justo al lado de una de nuestras misiones encontraron el niño de Turkana, el esqueleto completo de un homo erectus de hace un millón y medio de años.

—Es paradójico. No sería tan desértico...

—No lo ha sido hasta hace poco. Hasta los años 30 del siglo pasado estaba repleta de vegetación, elefantes... Era una zona de caza, pero se fue desertificando.