‘Quiérete más...’ es el título de la conferencia que este martes a las 17 horas ofrece en la Biblioteca de Aragón este reputado psiquiatra y experto en mindfulness que llega de la mano de la Fundación Genes y Gentes. "Somos menos felices porque tenemos muchas más expectativas en la vida", dice, al tiempo que pide priorizar y tratar de pensar en dónde y con quién estaremos cuando tengamos 80 años.

—«Quiérete más», anuncia para su conferencia. Hay gente que se quiere mucho a sí misma aunque sean minoría. ¿Es una cuestión genética o educativa?

—Hay un componente genético. En psicología se piensa que, de cualquier rasgo o característica, la genética explica un 25% aproximadamente y que el 70% es adquirido. En cuanto a quererse o no quererse, que va muy ligado con la culpa, digamos que con nuestra tradición judeocristiana tenemos una mayor tendencia que otras culturas a querer más a los demás que a uno mismo. Lo que se nos ha transmitido es que quererse demasiado, cuidarse a uno mismo, es egoísmo.

—¿Es cuestión de autoexigencia?

—Sí. Es como en el síndrome del cuidador, que es muy común. Es decir, cuidas a tu padre enfermo, por ejemplo, y estás solo centrado en su bienestar y en que esté bien atendido, pero no te permites espacios. Este síndrome es una depresión crónica que hace insostenible la situación. Si no te cuidas a ti mismo, no puedes cuidar a otros. En ese aspecto somos muy autoexigentes, con poca tendencia a querernos y cuidarnos, lo que es causa de sufrimiento.

—¿Quiere decir que los que se quieren no son autoexigentes?

—Quererse es sano, a no ser que entremos ya en componentes narcisistas. No es habitual en nuestra cultura, que somos muy de machacarnos.

—¿Cuánto nos viene de herencia?

—Nuestros padres nos inculcaron un poco la idea del perfeccionismo en la vida. Nos transmitieron esa autoexigencia, pero los estudios demuestran que ser muy autoexigente tiene sus problemas. No aumenta la eficacia necesariamente y, desde luego, sí la infelicidad porque estás continuamente chequeándote, sin permitirte fallar.

—¿Bastaría con alterar algunos detalles de nuestro comportamiento para resolver estos problemas emocionales?

—Sí. Hay que cambiar algunas conductas, que descansan sobre la visión del mundo, sobre los pensamientos. Hay que darse cuenta de que uno tiene que estar bien para que el resto esté bien. Y quererse uno a sí mismo forma parte de lo sano. La visión de esta psicología es que los demás no son más importantes que yo, pero tampoco soy yo más importante que los demás. En el síndrome del cuidador, disminuimos el sufrimiento de quien cuidamos pero aumentamos el nuestro.

—También a los niños les evitamos el sufrimiento...

—Claro. Los sobreprotegemos, les hacemos vivir en un mundo que no es real. Hay que equivocarse, sufrir, perder cosas, no conseguir lo que quieres...

—Esta sobreprotección no viene de la misma tradición. Solo una generación atrás no sucedía.

—Pasamos menos tiempo con nuestros hijos y nos sentimos culpables. Queremos compensarlo con otros aspectos que no les hacen fuertes. Al revés, les hacen más débiles.

—¿Hay instrumentos que no conocemos o no utilizamos?

—En los últimos tiempos, en psicología estamos más preocupados por temas como el sentido de la vida. Tendríamos todos que plantearnos qué queremos hacer con nuestra vida. Nos ponemos tantas tareas, tantos objetivos, que no priorizamos. Ese sería sería el primer punto importante.

—¿Sabemos priorizar?

—Hay que hacerlo, es una de las estrategias importantes. Cuando eres adolescente, todo lo que haces te atrapa. Visto con 40 o o 50 años, eso mismo nos parece una chorrada. Cuando tengamos 80, lo que nos pasa ahora también nos parecerá algo menor porque tendremos la perspectiva de toda la vida. Se trataría de poder tener clara qué perspectiva tendremos al final de la vida, qué será lo importante.

—¿Cómo lo averiguamos?

—Hay ejercicios para ello. Hay que imaginarse con 80 años y pensar con quién vivirás, qué harás... Se llama el ejercicio del anciano. Se trata de saber qué será lo más importante para ti al final: haber sido buena persona, haber cuidado a tus hijos...

—¿Estos mecanismos funcionan a largo plazo?

—Sí, aunque haya que repetirlos cada cierto tiempo cuando el mundo te atrapa con las preocupaciones del día a día.

—¿El estrés es contemporáneo o ya existiría en el paleolítico?

—Ahora tenemos mucho más. Antes se trataba de una cuestión de supervivencia. Ahora no tendríamos una razón especial si no nos impusiésemos nosotros mismos una serie de exigencias innecesarias.

—¿Somos culpables?

—Me gusta más responsables. Responsables de lo que hacemos con nuestra vida. La idea es hacer las cosas bien, concentrado y disfrutando, y luego ya llegará el resultado, que no siempre se controla. Es decir, yo puedo querer a alguien, pero el otro puede no quererme. Intentar hacer las cosas bien desestresa. Al final, hay que tratar de evitar estar continuamente pensando.

—Fue uno de sus impulsores en España y cree firmemente en el mindfulness, del cual se oye mucho pero se sabe menos. ¿Cómo lo explica?

—El mindfulness son dos cosas: por un lado es un estado de la mente que consiste en estar aquí y ahora, atento y aceptando lo que está ocurriendo sin pelearse con ello, lo cual produce un gran bienestar físico y disminuye el estrés; y luego, las técnicas que permiten alcanzar ese estado, que es la técnica de lo que antiguamente se llamaba meditación. Es mantener la atención en la respiración, en el cuerpo, para entrenar a la mente a no estar pensando continuamente.

—¿En qué hay que pensar?

—En nada. Hay que sentir la respiración. Si entrenas, aprendes.

—Hay muchos psiquiatras hoy en día que dan prevalencia a la química. ¿No es su caso?

—No. Doy tratamiento solo si toca darlo. No creo que sea lo más importante, ni mucho menos, aunque hay casos en que el tratamiento farmacológico es imprescindible, como en depresiones intensas, duelos, enfermedades graves... cuando uno no es capaz de hacer cambios.

—¿De qué va a hablar en la Biblioteca de Aragón?

—Un poco de mindfulness. De la aceptación, que es un tema complejo porque los occidentales hemos crecido en la no aceptación, que tampoco es la idea que se tiene de resignación. La aceptación consiste en que no merece la pena pelearse con algo que no puedes cambiar.

—¿Existe la felicidad?

—La felicidad completa no puede existir porque siempre va a haber algo de sufrimiento, pero sí existe esa sensación de bienestar, de que la vida vale la pena, de alegría...

—¿Mejoraremos en el futuro?

—Somos menos felices objetivamente porque tenemos más expectativas y ese es un tema clave. Nuestros abuelos salían al mundo sabiendo que aquí se venía a sufrir, pero los que vienen piensan que hay que ser feliz. Y si no, le echan la culpa al padre, al gobierno, a quien sea.

—¿Casi todo está en las expectativas entonces?

—Definitivamente. Le pongo un ejemplo: la muerte de un hijo es lo más terrible que puede haber, pero a mi abuela se le murieron cinco hijos de los nueve que tuvo y recuerdo, ya de adulto, preguntarle cómo fue capaz de sobrevivir a la muerte de cinco hijos. «Hijo mío, fue la voluntad de Dios. Agradecida de que me dejase cuatro», me contestó. Y a otra cosa.

—Otra generación.

—Claro. No era solo mi abuela, eran todos. Ahora se han perdido un poco las creencias religiosas a las que se agarraban ellos, lo cual no sería un problema desde el punto de vista psicológico si tuviésemos claros los valores, que sustituyen de alguna manera a la religiosidad antigua. Al final, lo hay que saber es que la felicidad está dentro de cada uno.