Consultora en infancia, afectividad y protección, esta prestigiosa psicóloga se pasó ayer por Zaragoza para abordar los modos de construir vínculos sanos entre padres e hijos. Lo hizo en un taller organizado por la Fundación Genes y Gentes en el centro Joaquín Roncal, que rebosó. ¿Dónde están los límites y dónde hay ponerlos? He ahí la cuestión.

—Se habla con ligereza de la importancia de construir vínculos con los niños, pero no es tan fácil lograrlos. ¿Cómo se alcanzan?

—La idea es crear un espacio de consciencia, un espacio donde las familias puedan sentarse, pararse y ser conscientes de todas esas cosas que hacemos sin darnos cuenta. El vínculo se genera a través de la vivencia. Cuando eres niño te levantas por la mañana y te encuentras el desayuno, la ropa preparada... Son cosas que das por hechas. Solo cuando eres padre te das cuenta de la cantidad de cosas que hay que hacer para que todo eso pase. Y es que el vínculo no se genera en la cabeza. Los niños no saben que les queremos, ellos se sienten queridos. Y se sienten queridos porque los cuidamos. El problema es que cuando vives una vida en la que no dispones de tiempo, toda esa vivencia sale dañada o incluso desaparece.

—¿No ve complicado entonces generar un vínculo?

—No. Aunque primero hay que expresar el afecto y no darlo por supuesto. Decirles a los niños que les queremos, abrazarlos, besarlos... Hasta ser pesados. En segundo lugar hay que pasar tiempo con ellos, encontrarlo. Por último, poner consciencia en los pequeños detalles, esas pequeñas cosas que dejamos ir por la vida acelerada que llevamos.

—¿Hay alguna estrategia que sirva como punto de partida?

—El punto de partida es el afecto. Pero hay que expresarlo para que se sienta. Los padres quieren a sus hijos, claro, pero tienen que demostrárselo, convertir ese afecto en evidencia, ya sea llamándolos cuando tienen un examen, yendo con ellos al cine, jugando, pintando... No hay que dar nada por hecho, sino expresarlo de forma cotidiana.

—¿Los padres de hoy en día están bien o mal preparados para educar a sus hijos?

—Las familias ahora son mucho más conscientes de la importancia de su rol y de lo que quieren para sus hijos. Pero al mismo tiempo han perdido algunas de las condiciones básicas para la crianza, como la red. Me refiero a que antes se criaba en comunidad, en una familia extensa, en el pueblo, en la calle... Los niños eran criados por mucha gente, hoy en día solo se cría en la familia nuclear. Además, tenemos la falta de tiempo y el nivel de exigencia en el que nos movemos. Eso hace que muchas veces perdamos la perspectiva. Hoy en día somos más conscientes de todo, pero eso también genera en ocasiones en algunas personas la sensación de culpa al darse cuenta de que no llegan. No es no quieran, es que no llegan.

—Se habla también de poner los límites a los niños. Pero cada uno tenemos los nuestros incluso dentro de una familia.

—No si se habla de límites de protección, de cuando un niño grita o pega. Hay límites que no se pueden cruzar, tampoco los padres. No se le puede decir a un hijo, por ejemplo: «Me avergüenzo de ti, te voy a dejar de querer si haces esto o cualquier día te mando a vivir con la abuela». Son frases que se dicen desde la desesperación, pero con una facilidad muy grande. Pero el vínculo no se puede cuestionar, y mucho menos hay que amenazar con abandonar.

—¿Y los límites educativos?

—Esos sí varían, en función de cada situación o de cada niño.

—¿Qué le parece aquello de una buena bofetada a tiempo...?

—Todavía hay personas que lo justifican, que creen que eliminar el castigo físico es dejar a los niños hacer lo que quieren, pero no tiene nada que ver. La gente justifica el castigo físico porque justifica a su familia, su propia historia.

—¿Viene a ser eso de ‘a mí me pegaban y mira qué bien he salido?

—Exactamente. Y más... «Esto es un gesto de amor». Las cosas están cambiando, pero hay gente que aún no entiende que esto es una cuestión de derechos humanos. Si a ti no te pega nadie como adulto por hacer mal tu trabajo, por ejemplo, por qué debe admitir eso en un niño.

—¿Por qué se repite entonces?

—Porque cuando uno educa recurre a los patrones que tiene, a los que conoce, que son mayoritariamente por los que ha sido educado. Es común escuchar: «Yo no haré con mis hijos lo que mis padres hicieron conmigo». Pero luego se encuentran soltando la misma frase que su madre le decía y de la misma manera. Es decir, ha recurrido a los referentes que tenía. No se trata de no imponer normas o límites, que todo eso hay que hacerlo. De lo que hablo es de no cruzar el límite de la violencia: de no insultar, de no pegar, de no humillar.

—¿También hay demasiada sobreprotección?

—Los mayores problemas tienen que ver con el miedo. 'No salgas no vaya a ser que..., no vayas a tal sitio, ten cuidado, ten cuidado, ten cuidado...' Les sujetamos tanto que les impedimos la experiencia del fracaso, del dolor. Y son experiencias esenciales para educarse y constituirse como persona.

—¿Qué hacemos?

—Hay gente que, cuando se muere el hámster, compra otro mientras el niño está en el cole y lo mete en la jaula. Pero esa experiencia de la muerte es parte de la vida y los niños deben vivirla naturalmente poco a poco.

—¿Exceso de miedo entonces?

—Claro. Aparte de que nos pasamos la vida diciéndoles a los niños lo mal que está todo. Desde los medios de comunicación, sin ir más lejos, se transmite el mundo como un lugar temible. Los niños se quedan paralizados por ese exceso de miedo.

—A los adultos también nos obligan a ser felices.

—A los padres nos sale querer meter en una burbuja a nuestros hijos. Querríamos que no les pasara nada, que nunca sufrieran, pero eso, paradójicamente, les hace débiles. Hay que enseñarles la vida poco a poco tal y como es, aunque siempre sostenidos por nosotros, sabiendo que cuando se caigan tendrá un abrazo detrás. Que sepan que siempre tendrán alguien detrás.

—¿Hasta dónde llegamos para que no sufran?

—Incluso hemos pasado a celebrar cumpleaños a la totalidad. Hay que invitar a todos los niños de clase al cumpleaños, ¡no vaya a ser que alguien viva la experiencia de no ser invitado! Pero los niños deben aprender que pueden invitar o no, que pueden ser invitados o no... Y que eso no les hace mejores o peores.

—¿Qué valor tiene una risa?

—La fortaleza emocional se consigue cultivando el lado positivo de la vida. Hay que hacer que los niños se rían. Yo suelo aconsejar que si un día no has oído reír a tu hijo, que le hagas cosquillas antes de dormir. La risa alimenta la serotonina, que es uno de los neurotransmisores esenciales en el desarrollo del ser humano. Hacer fuerte a alguien pasa por cultivar su parte positiva. Por otro lado hay que sostenerle en el dolor. Ambas cosas forman parte de la vida. Una cosa es la alegría y otra la felicidad, que es una utopía. Pero la alegría es real, se vive cada día y puedes cultivarla. Aunque, claro, volvemos al principio: hay que estar presente en su vida.