En un pueblo castellano, metido entre chaparros robles y sabinas que crecen tanto por la sierra Ministra, en esos pueblos de casas de piedra donde aparece la nieve por los Santos y no desaparece hasta San Matías, donde cada uno de sus habitantes conoce de dónde viene el viento y como se llama según del lugar de donde procede, donde el clima hace que sus cultivos sean, la cebada, el trigo, la avena, el centeno y poco más. Y en cuanto a ganadería, es el ovino el que reina y tampoco por casualidad, sino porque es el que mejor se adapta a tales condiciones. Es por ello que no es en vano que sus habitantes conozcan tanto el soplar del viento, al fin y al cabo de ello pende el pasar un poco mejor o peor el día con el rebaño, según sople el " regañón" el "cierzo" el "ábrego" o el "solano".

Se cuenta que aquí, una vez, cayó por el pueblo un maestro que tocaba el violín y como no, enseñó a alguno de sus alumnos este arte. A casi todos se les fue olvidando, menos a uno, que según crecía fue aprendiendo a cuidar el rebaño, más por obligación de la casa que por devoción y en ese pasar el día hora tras hora, pendiente del ganado tocaba el violín. Y fue tanta la dedicación que ponía, que al poco tiempo no sólo era un pastor que tocaba el violín, era un virtuoso del instrumento. Cada año, el día de Navidad, según de donde viniese el aire, se ponía en un sitio y deleitaba a las gentes con una perfección increíble a la hora de tocar, viajando por el pueblo las notas que transportaba, el ábrego, el cierzo, el solano, o el regañón. Y así cada año por Navidad, más parecía que se inundaba el pueblo con la música de un ser divino que por el solitario tocar de las manos con callos y arrugadas de un pastor. Aquí la despoblación no fue ajena a las circunstancias de las zonas altas agrias y frías y poco a poco, cada año se iba cerrando alguna casa para vivir en la ciudad.

Este hombre, sin importarle nada que la gente marchara, siguió tocando cada 25 de diciembre. Una de esas gentes que marchaban en busca de mejor futuro que el que ofrecía el vivir en el pueblo, era una mujer joven y rubia, que con su familia se fue a Barcelona y aun estando tan lejos del pueblo que le vio crecer, cada Navidad abría un poco la ventana y aseguraba que oía el sonido del violín, que venía en el interior del ábrego, bajo el brazo friso del cierzo, en el zurrón invisible del regañón, o meciéndose entre el movimiento frágil del solano. Esta mujer que empezó a trabajar en una casa de renombre y abolengo de Barcelona, vio que en el desván y sobre unos trastos había también un violín y viendo que su fin parecía que iba a ser perecer comido por la carcoma o en manos de algún anticuario se le ocurrió llevárselo al violinista y amigo de la infancia, y así lo hizo. En el interior de este violín ponía "estradivarius" y sin darle la menor importancia, unas Navidades lo llevó al pueblo, y así cayó en manos de este pastor un auténtico estradivarius, que siguió tocando cada año el 25 de diciembre, haciendo la perfección absoluta de la música, lo divino en forma de notas musicales que llevaba el cierzo el solano el regañón o el ábrego. Y cada habitante de este pueblo aseguraba que estuviese donde estuviese cada Navidad poda oír la música del estradivarius que tocaba el pastor de su pueblo.