Ella llegó después que él, apareció con colores blancos, elegante, esbelta, discretamente maquillada. El, al verla se sobresaltó un poco. Se saludaron como siempre, como amigos. Hacía pocos meses que se conocían y no eran muchas las que habían coincidido, pero sí que cuando habían tenido alguna conversación les unían las mismas cosas, los mismos detalles, lo pequeño, lo bonito. Se dieron cuenta de que ambos eran un poco soñadores. Habían tramado aquel encuentro simplemente por estar una tarde más, hablando de sus cosas, de sus vidas, de sus inquietudes. Decidieron pasear, ella propuso el lugar, acercarse hasta el castillo que había cerca. Al llegar allí era completamente oscuro, bajo ellos las luces del pequeño pueblo y los colores perdidos de las crestas de los montes. Ella señalaba al cielo con su dedo índice y le enseñaba los nombres de las constelaciones que conocía. La brisa fresca de una noche de verano lo hacía todo más agradable y las paredes del castillo recibían algún rayo vago de la luna cruda, sin ganas de alumbrar. Conversaron, un gato negro se atrevió a pasar, furtivo, cauto, cerca de los dos. Ella temió por las supersticiones, él la tranquilizó. Tras unos segundos de silencio él sacó fuerzas y la abrazó con temor, diciendo "déjame que sepa que eres real". Ella cobijó su cabeza sobre su hombro y dijo "estamos casados, no podemos, mi marido es bueno". El la apretó un poco más contra sí, con más seguridad y dijo "¿acaso crees que somos infieles?"

La mujer sintió un pinchazo en el corazón y continuó "no digas eso, es la primera vez que me pasa esto, jamás había hecho algo así". El joven, por un momento, le miró fijamente y encontró en ella el rasgo más bonito de mujer que se debatía por entender lo que estaba bien y lo que no. Pero algo por dentro la podía y le pedía que estuviese abrazada por un soñador como ella. Continuó él diciendo "los limites de ser infiel y de lo prohibido los impone la sociedad que nos rodea e impide o ve mal que si dos se aman, por el hecho de haber firmado papeles con otra persona no tengan derecho a sentir. Pero los sentimientos son ajenos a todo y sin saber cómo, te atrapan, te cautivan. Y tampoco se es más fiel si se acalla ese sentimiento y se es infiel a un sentimiento propio como el nuestro".

Después de una despedida repleta de caricias, llenas de ternura que hacían estremecer a los dos y unos besos, quietos, seguros de que querían ser eternos. Decidieron seguir interpretando el papel de su circunstancia en el teatro de la vida. Callar, guardar el inmenso secreto de amarse sin que nadie lo supiese, sin que nada lo sospechase.

Una tarde él le envió una carta en la que solo decía "Hoy me senté en el río, le hable de ti. Me dijo que te cuide que eres todo sentimientos, que no te olvide jamás, que te ame siempre". Ella contestó con otra que decía "Dile al río que es el nuestro, que a él echaremos nuestros deseos, nuestros sueños". Vivían en el mundo, cada uno en su lugar, con su gente, con sus amistades, con sus parejas. Pero como si nada fuese real para ellos. Viajaban a su submundo particular creado por ellos, por encima del arco iris, rodeado de perfumes, de colores inexistentes, de hadas y de magia. Vivían siendo infieles dentro del escenario de la sociedad, pero siendo fieles a la utopía del amor más puro, más perfecto, el que no pide nada, el que estaba dentro de lo prohibido.