Un día del pasado mes de abril se me ocurrió ir a visitar a un amigo, un amigo pastor también y de tierra castellana. Este buen hombre pasta con su rebaño en uno de esos pueblos que están a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar, en esa tan desconocida y fría Soria.

En un pueblo de esta tierra de pocos habitantes, creo que no llegan a quince, agricultores de cereal o pastores, cuando no las dos cosas todas ellas, en la orilla de este conjunto de casas de piedra que en su día fue grande, pastaba un burro, libre de cabezada y atuendo alguno, y junto a él una perrita que bien parecía un seetter de tamaño medio o más bien pequeño. Ambos levantaron la cabeza para mirarnos, tal vez sabiendo que éramos forasteros. Al momento, impasibles a todo, el uno siguió pastando y el otro dormitando. Tanto nos sorprendió esta imagen de jumento y can, que al llegar a casa de éste mi amigo, preguntamos de quien era el burrito que pacía tan tranquilo y el perro que dormía junto a la carretera.

Nos sorprendió mucho la respuesta, según nos iba relatando que el asno era de un pueblo más abajo. Que su dueño siendo ya hombre de muchos años y no pudiendo atenderlo como se debe, le dejó salir a apacentar por los prados cercanos y la perra era vagabunda que algún cazador abandonó y que a los pocos días se agregó al equino. De todo esto hacía ya dos años. Dos años que llevaban juntos esta tan singular pareja sin conocer límite entre pueblos, cuando les parecía subían a éste y cuando se les ocurría bajaban al otro, nos contaba éste al que fuimos a visitar de sus andanzas y travesuras. Un día, explicaba, que un señor después de recoger los huevos de sus gallinas los colgó en un cesto en la puerta del gallinero. No se le ocurrió mejor idea a este burrito peludo y negro que dar con el hocico al cesto por si había pienso, desparramando así varias docenas de huevos, haciendo una gran tortilla sin sartén, cosa que aprovechó la perrita también de pelo largo y color marrón y blanco para darse un buen festín. Otras veces, nos contaba el dueño, ajenos al comportamiento tan humano de la propiedad privada se metían en cualquier huerto de los lugareños y mientras el burro gozaba comiendo alguna col que le apetecía, la perrita se tumbaba a la fresca y escarbaba sobre los surcos, sin saber si hace bien o mal, para estar más cómoda. Así con estas correrías y travesuras de esta pareja tan singular se han convertido en dos proscritos, dos perseguidos por las gentes del lugar.

Corretean, van y vienen a su antojo, se han mudado voluntariamente en una pareja de hecho, en un matrimonio sin papeles ni bendición del párroco, un caso extraño que se da en esa Soria castellana donde nos contó Machado que se alterna el prado de las vacas y los chopos del gavilán.

Acabada la visita y el día ya casi oscureciendo, seguían juntos los dos, volvieron a mirarnos, la perra se atrevió a ladrar, el otro prestó más atención a los ladridos de su amiga y siguieron ajenos a todo lo mundano, ensimismados en tan dispar idilio. Yo me pasé todo el viaje de vuelta pensando cuál será el sentimiento que mueve a estas dos almas a estar juntas que, aunque cometan alguna travesura, bien puede perdonárselas porque poco mal hacen a nadie en tan extraña historia de amor entre burro y perro.