Siempre creí que los móviles lejos de facilitarnos la vida, bien al contrario, nos la amargan, nos encadenamos a un artilugio por el que cualquiera que tenga el número puede saber dónde nos encontramos, qué estamos haciendo y hacia dónde vamos en ese momento. En definitiva una pérdida más de libertad voluntaria, porque creo que las conversaciones de móviles en la gran mayoría de los casos giran en torno a cosas simples y vanas, un hablar por hablar que casi siempre puede esperar, pero siempre creemos que es importantísimo la llamada al otro interlocutor. Aún así, siempre llevo uno de estos aparatos mientras cuido el rebaño que, como siempre decimos, por lo que pueda pasar por estos montes abandonados y olvidados por el ser humano.

La otra tarde, sin embargo, comprobé que no siempre pasa lo mismo alrededor del telefonillo de marras. Y es que viví una historia que, aun a riesgo de caer en lo cursi, quiero contarles. Sonó y sonó, era un número desconocido para mí. Descolgué y sí, era alguien desconocido, era una voz de mujer que preguntaba por otra persona, alguien que se había confundido. Aún así continuamos hablando, me dijo que se llamaba Coral, que era de una ciudad del norte, que estaba en su casa muy triste, que no quería salir porque su novio la había abandonado. Realmente debía de estar sola y triste porque sin conocernos de nada seguíamos hablando. A lo largo de la conversación me fue diciendo que no tenía ganas de ver la calle ni a la gente, que se sentía tan abandonada e ignorada que solo quería llorar. Yo no sabía como dar ánimos y seguía escuchando a aquella mujer sin duda joven, con voz femenina y dulce, armoniosa y atractiva. El mundo se caía a mis pies cuando la desconocida joven comenzaba a llorar y me aseguraba que nada de la vida le interesaba y ni siquiera tenía fuerzas para salir de casa. De pronto una pequeña idea me vino a la mente, se me ocurrió decirle:-- hagamos un pacto, yo te ofrezco que escuches el viento que sopla aquí en estos montes donde yo vivo y tú, a cambio, me dejas escuchar el sonido de tu ciudad. Aceptó y así lo hicimos, ofrecí el sonido humilde del viento a la vez que le hablaba de que los árboles y plantas empezaban a florecer, las abejas libaban, bullía la vida alrededor, fui oyendo como subía su persiana, abría la ventana, se oían voces de niños que jugaban en la calle. Esto debió hacer que recobrase las ganas de ver las cosas de otra manera y dándome las gracias nos despedimos, se propuso salir a pasear. La tarde siguió pasando sosegada y tranquilamente y cuando ya tocaba con los dedos el final del día sonó de nuevo el teléfono, era otra vez esa voz desconocida, que me decía: -- He paseado hasta la playa, quiero ofrecerte el sonido del Cantábrico.

Así, a la hora que sólo queda un poco de sol en las crestas de los montes y que aparecen los colores grises, escuchaba el Cantábrico, la joven con voz de ángel me pedía que cerrase los ojos y poco a poco me describía su entorno en la playa con el sonido del mar de fondo. Me dijo que se mojaba un poco los pies para tocar el agua con sus manos para mí. Quería agradecerme que desde un lugar lejano, le ayudase a salir de casa, ¿pero cómo puedo agradecerle yo que aquí en estos montes amargos y abruptos pude escuchar el sonido del mar? Oí gemir un barco a lo lejos a través de su móvil cuando se acabo la batería. Ya casi de noche, me quedé pensando si al otro lado hubo una joven mujer o tal vez fue un ángel.