En la plaza de un pueblo jugaban a las birlas unas mujeres a la vez que disfrutaban de una tarde soleada. Junto a ellas, una perra, de pelo corto color canela, un poco desvaída, dormitaba. Era la "Tuna", no se sabe bien la raza, pero tenía rasgos de cazadora y un poco de pastora, aunque su oficio era acompañar a su dueña, una octogenaria viuda que vivía sola en una casa grande de labriegos con el patio empedrado, donde estaba la perra, suelta, esperando que su dueña saliese diciendo: Hala, vamos tunanta. Lo mismo iba a por el pan que a buscar caracoles, a jugar a la baraja o rezar el rosario. Siempre juntas, se hicieron una misma imagen las dos por las calles y si aparecía la perra al poco la vieja, o al revés. Y cuando alguien le decía: "No te deja ni un paso eh". Contestaba: "Esta, menuda tunanta esta hecha, sabe más que parece".

Esta mujer era un poco supersticiosa y cuando iba a coger los huevos al gallinero los cogía si eran pares, si no los dejaba. La perra percibió el mensaje y cuando veía que eran pares, meneaba el rabo. Ella aseguraba que su perra sabía de números más que el secretario y tuvo alguna trifulca con su mujer porque defendió a capa y espada la sabiduría matemática del marido. También alguna vez dijo que sabía más que el médico por que antes de morirse alguien, ella lo barruntaba y aullaba por la noche. Su aspecto tiraba más que a atlético, a flaco. En las costillas llevaba escrito que el menú era escaso, la octogenaria decía que era su tipo, que no engordaba porque era muy lista y que tenía mejor "fato" y avisaba mejor, a veces más de la cuenta. Estas necesidades le llevaron a ser un can bastante astuto y aprendió que los adobos y demás productos del cerdo se guardaban en los graneros, así pues, a poco que viera entreabierta alguna puerta cogía escaleras arriba y en un santiamén daba fin de alguna rastra de morcillas o chorizos y después bajaba tranquilita, como quien nunca ha roto un plato. Hasta que un día la vio subir la dueña de la casa donde habían acudido a pasar la tarde, y enarbolando la escoba, ésta, que se vio acorralada saltó por la ventana.

Otra vez, en otra casa donde se reunían a echar la partida, a oír la novela y a rezar, la perra dormía y cuando las señoras estaban atentas a las cartas, subía al granero dando con una orza de lomos en adobo, donde cada día sustraía unos cuantos buceando en el aceite y otra vez abajo a dormitar. Al poco de ir haciendo excursiones a la orza de los lomos bajaba el nivel, y el animalito tuvo que meter más la cabeza, con tan mala fortuna, que entró, pero salir a contra pelo y con las orejas que tenía, fue imposible. Mientras, las viejas habían empezado sus oraciones por el alma de doña Sancha. En estas comenzaron a oír ruidos y golpes siniestros arriba, a las señoras le mudó el color, se miraron como si se comunicaran por telepatía que era doña Sancha quien oyó sus comentarios de que era muy bruja. No se atrevieron a subir, llamaron al cura, quien apretando un crucifijo y encomendándose a santa Gema, subió y al llegar encontró a la Tuna con la orza de barro encasquetada en la cabeza. Todo quedó en silencio, hasta que una rompió el hielo diciendo: Pobrecita, es que la novela es un escándalo y habrá subido a esconderse, tanto que mira donde a metido la cabeza. Siguió otra. Y una tercera, dijo: ¡Hay! Señor cura, casi tendría que bautizarla usted.

Una noche, la Tuna empezó a aullar más que de costumbre, la mujer tuvo que bajar a reprenderla y volvió a subir pesadamente las escaleras para volver a acostarse, pensando para si.

---- Mucho malo barrunta esta tunanta. Ya no se levantó, las amigas la echaron de menos, las campanas doblaron por ella. La Tuna era de verdad lista, nunca mendigo, se apostó en la puerta del cura y con el acabo sus días, sin dejar a este ni un paso. Quien sabe si cuando murió se le escaparía alguna oración por la Tuna.