Nos dirigimos a uno de los lugares que, sin duda, nos sorprenderán a lo largo de todo el camino. Una vez allí no nos defraudara y nos ofrecerá unas vistas que recordaremos.

Comenzando a caminar desde Ateca, poco a poco vamos ascendiendo entre unos montes de pizarra, donde las ultimas lluvias hacen que el agua brote con facilidad y aparezca sin timidez en mitad del camino que nos lleva. Al poco de andar dejamos atrás los cultivos y comenzamos a entrar entre pinos --de porte sino excesivamente alto, si considerablemente importante--.

La riqueza cromática de la estación otoñal nos deja contemplar y deleitarnos, pasando del rojo de las bayas del escaramujo hasta los amarillos que ofrecen las hojas del chopo, que también aparecen en algún tramo del camino.

Encontraremos un caserío semiderruido, de adobe y tapial, con un palomar contiguo y curioso, ya sin techo, pero en el que se entrevé que en su día debió de estar bien cuidado. Desde aquí, aún queda un último esfuerzo para llegar a la cumbre.

Una vez en lo más alto podemos contemplar con detenimiento y gozo la otra vertiente de esta sierra, que ofrece humildemente el olor a tierra lejana. Las nubes fraguan formas a su antojo y dejan pasar algún rayo de sol, forjando así un paisaje sin duda otoñal y dejándonos absortos al contemplar la obra que la naturaleza silenciosamente guarda en el interior más oculto de sí misma.

Al descender, el sonido de las grullas que viajan por encima de nuestras cabezas en busca de su exilio voluntario, ponen el acento a un lugar sin duda con encanto.

ANDRES NUÑO