Ascendiendo entre impresionantes cortados de roca, donde se mezcla el color ocre y los grises de la piedra calcárea, llegamos al último pueblo de la provincia. Un lugar interesante donde el río se exhibe a la altura del pueblo creando una cascada elegante y bonita, para seguir bajando ruidoso y virulento. Regando una vega estrecha que muestra los troncos de los manzanos que parece que quieren decir que ya nadie los cuida, pero que a la vez, muestra unos huertos perfectos y cultivados con esmero, donde se refleja claramente que la naturaleza más pura se imbrica con el trabajo del hombre. Da muestras de esto el constante cantar de los pequeños pájaros y el incesante vuelo de los buitres que parece que desde el aire todo lo presiden y que viven formando una gran colonia que se asienta en lo mas alto de los cortados. También puede verse, aunque con más dificultad, algún alimoche.

Ascendiendo un poco más por una pequeña carreterita, a unos dos kilómetros, se encuentra El Villar de Calmarza. Un conjunto de pajares y eras donde en la antigüedad cuentan que se trasladaban las gentes, incluido los niños y las clases, para la tarea de la siega. Donde los rebaños se cuidan de la forma más ancestral, y hasta la raza de los ganados es de lo más puro.

Andando un poco más, llegamos a un mirador donde se aprecia con claridad la magnitud de los farallones y cortados. La naturaleza sigue su curso silenciosamente, y lo demuestra en el lento crecer de las sabinas.

Un lugar sin duda mágico, donde a sus gentes, en ocasiones hasta se les escapa alguna historia no menos mágica.

ANDRES NUÑO