Existe una norma en los libros de estilo del periodismo, según la cual los nombres nunca van precedidos de la partícula don . Pero, en fin, en esta ocasión no la voy a cumplir, y no para remarcar una actitud distante que suele ser inherente a esta fórmula lingüística, sino más bien, todo lo contrario.

Y es que don Antonio es como un nombre compuesto, como Juan Antonio. Así lo entendía en mis años de estudiante en el Colegio Virgen de la Peana, y con ese sentido, así le sigo llamando, porque sino tendría la impresión de referirme a otra de persona. Pero ni ahora, ni entonces, he tenido la sensación de que ello implicara un trato distante, ni siquiera la propia entre un aprendiz y su maestro. La cercanía de don Antonio rompía sigilosamente esa barrera para situarse a la altura de sus alumnos y conocer sus inquietudes. Una vez ahí, desde el discernimiento que brinda la comprensión del otro, compartía --más que impartía-- su conocimiento, aunque de eso sólo me he dado cuenta años más tarde.

"Te vamos a echar mucho de menos en clase, don Antonio", escuché decir a uno de sus actuales alumnos el día de su jubilación, hace apenas una semana. Y no creo que le faltara razón, con don Antonio las clases eran amenas, tenía la capacidad de despertar la curiosidad entre sus alumnos, al menos entre aquellos que tuvieran cierta predisposición por aprender, y sobre todo por las letras.

El me corrigió mis primeros poemas y mis primeros relatos --por llamarlos de alguna forma--, pero admitiéndo que no sirvieran para otra cosa aparte de ser guardados en una carpeta, donde han quedado, no es menos cierto que ese gesto permitió encender y avivar una llama, que todavía hoy se mantiene candente, la de la ilusión.

De las múltiples anécdotas de clase, recuerdo aquella mañana en que nos había puesto un exámen de esos que hay que unir mediante flechas dos palabras relacionadas --aún creo recordar que trataba de los muebles y los materiales de los que solían estar fabricados, aunque eso no puedo asegurarlo con certeza-- y se acercó para ver que tal lo llevaba. Cuando yo ya había notado que estaba junto a mi pupitre escuché un schifff en voz baja, con el que don Antonio pretendía llamar mi atención. Levanté la cabeza, y vi como me decía con un gesto que había colocado mal la flecha, señalé con la punta del lápiz la otra opción que pensaba, y me lo confirmó con otro gesto de conformidad.

Fue sólo un gesto, cuando yo quizás apenas tenía 10 años, pero me sirvió para resolver muchas más cosas que la pregunta de aquel exámen. Me permitió comprender que esa distancia que nos alejaba a los pequeños de los mayores no era insalvable, y que a pesar de que también yo, ineludiblemente, iría recorriendo ese largo camino, siempre tendría la ocasión de cerrar los ojos y verlo todo unos segundos desde la mirada inocente de aquel niño. Pero, sobre todo, lo que aprendí aquel día fue que, alguna vez, cuando yo también fuera mayor, aunque las cosas sin duda habrían cambiado mucho, todavía tendría tiempo de llamar con un gesto la atención de un niño para que quizá, también yo, pudiera servir a alguien como ejemplo.

R. CRISTOBAL