No es fácil que el amor y el desamor se enfrenten cuando la musicalidad de las palabras prima sin necesidad de rima. Leer poesía puede parecer un desafío total para quienes buscan narraciones llenas de amoríos, de aventuras y de personajes épicos que se suceden página tras página hasta culminar en un desenlace inesperado. Pero a veces, quizás en más ocasiones de lo que creemos, ocurren milagros y la síntesis, el humor y la belleza se fusionan en un juego lírico que transmite mucho más de lo que a simple vista parece. El título de este libro, sonoro, equilibrado, sereno, que se deja atrapar por mis cálidas manos ya anuncia un atractivo añadido porque eso de 'La culpa colectiva' parece irremediable, una fuerza que va a arrastrarnos a todos y a hacernos partícipes y responsables de lo que haya de pasar cuando finalmente pase. Ironizar con el encuentro y el desencuentro, con lo oculto y lo patente, con la presencia y la ausencia, con lo que pudo haber sido y no fue, o con lo que fue pero que debería no haber sido supone un recorrido a veces amable y a veces desconcertante, pero siempre reflexivo, frases que saben a aforismos que suenan a disparos realizados sin ningún tipo de pudor ni tampoco de maldad. La vida resumida en miradas rápidas y cortas que sin embargo alcanzan a ver mucho más allá. La vida compuesta de frases que terminan con brusquedad.

Yo no había leído todavía a Néstor Villazón, y ahora de repente me he convertido en buen conocedor de algunos de los muchos trabajos interesantes que poco a poco suma a su recorrido. Desde sus textos críticos hasta sus construcciones dramáticas, las palabras avanzan sigilosas para dar con el significado preciso, y en ocasiones precioso, sin olvidar que generan emociones que suponen latigazos para la mente y que invitan a releer una y otra vez.

En este caso la culpa individual, además, es de la editorial La Isla de Siltolá, que en su colección Siltolá Poesía ha puesto luz a estos momentos que se estructuran en varias partes en las que el misterio y la transparencia llegan a darse la mano, como si eso fuera posible. Lo es porque el autor consigue que lo sea y porque la literatura es única en permitir. Sabias son las entradillas escogidas para iniciar el camino, una serie de preámbulos que anuncian que un poema puede contener tantos matices como uno sea capaz de percibir y de interiorizar. Pero es curioso que esa intimidad requiera alzar la voz. Encontrarse con un verso en silencio no produce ni de lejos el mismo efecto que pronunciarlo y escucharlo, como si existiera un interlocutor que, absorto e inquieto, cierra los ojos a la espera. A la espera de lo que sea.

Este es justamente un libro de esos, que nos ayuda a asombrarnos de lo asombroso que nos rodea, en especial cuando creemos saber. Me paseo por sus páginas muy despacito para entender que las experiencias ayudan a dudar y a eliminar certezas, y que no resulta fácil asumir el desencanto si no va acompañado de cierta guasa y de un poco de socarronería, ingredientes ambos que suelen dar color a las palabras, en especial si son pocas y directas. Hay en estas páginas momentos muy ingeniosos que se quedan como ideas de las que no supimos valernos con anterioridad, cuando la ocasión lo propiciaba, y otros, los más, que buscan complicidad en grandes dosis, a sabiendas de que no resulta difícil reconocerse en una manera de narrar que nace de una manera de mirar que, en definitiva, parte de una manera de amar. Porque ese es siempre el principio. O el final, tal vez. Me resulta difícil concretarlo. Sería como ponerle límites al infinito.