Se refugió en una trinchera cuando «los boches», como llamaban a los alemanes, les lanzaron varios obuses. «Fue un estallido devastador, como si nos reventase dentro de los oídos, una nube de humo y una pesada lluvia de tierra, sangre y restos humanos». El hombre que estaba a su derecha «había desaparecido», en su lugar, un montón de tierra removida. Otro silbido y otra «explosión desgarradora». «Dejé de pensar incluso en mí mismo y en lo que pudiera ocurrirme. Me quedé con la mente en blanco. Tenía la sensación de haber sufrido algún daño físico, aunque estaba ileso. (...) Era incapaz de pensar. Estaba aturdido y a merced de los instintos de autoconservación que hasta entonces había sido capaz de dominar. De haber sentido que aquellas piernas me pertenecían, quién sabe si no habría echado a correr». La guerra, confiesa, «nunca volvió a ser la misma, algo se había quebrado». Lo reviviría en pesadillas durante años. Era 1916, durante la sangrienta batalla del Somme, y quien esto contaba era Charles McMoran Wilson, futuro lord y entonces oficial médico del primer batallón de Fusileros Reales británicos en la primera guerra mundial.

Su experiencia vale de ejemplo de los efectos psicológicos que la guerra puede causar en los combatientes. Durante los dos años y medio que estuvo allí atendiendo a heridos, lord Moran (1882-1977) observó y anotó en su libreta casos y reflexiones, científicas y personales, sobre el miedo, la cobardía y cómo la violencia pasaba factura. Y en 1943, en plena segunda guerra mundial, ya como médico personal de Churchill (lo fue hasta la muerte del expremier británico, en 1965), las rescató, completó y publicó en 1945 el libro que se convertiría en referente sobre el estrés postraumático, aún hoy, para muchos militares y médicos, Anatomía del valor (Arzalia), que hasta ahora no se había publicado en castellano, y que es a la vez testimonio de aquel «holocausto cruel».

EL VALOR NO ES ILIMITADO

Consciente de que aquella guerra consistía en «arrojar seres humanos inteligentes a zanjas donde se pudría la juventud de Inglaterra», Moran estudiaba la mente de los soldados y su comportamiento. «Ningún hombre cuenta con cantidades ilimitadas de valor y, cuando estas se agotan, él está acabado», constata. «Un piloto no puede soportar la presión de volar indefinidamente», añade. Lo mismo puede aplicarse a un soldado de infantería o marinero. Pasado un tiempo empiezan a pensar cuándo les toca volver a casa. Para evitar que colapsen, recomienda, hay que relevarlos a tiempo, igual que si en ellos se detecta el miedo. Miedo, entendido no como cobardía que conduce a la deserción sino como «respuesta del instinto de autoconservación al peligro».

Establece Moran cuatro grados de valor: «Hombres que no sentían miedo; hombres que sentían miedo, pero que no lo exteriorizaban; hombres que sentían miedo y lo exteriorizaban, pero cumplían con su deber; hombres que sentían miedo, lo exteriorizaban y eludían su responsabilidad». Y detecta indicios de quiebra: parlotear (sobre lo que va a pasar, un gas nuevo...), acciones temerarias, cambios de humor, angustia e irritabilidad.

Comprueba que, «en tiempos de guerra, dejar correr los sentimientos libremente desequilibra la mente, la enfrenta a sí misma». Su consejo es: evita pensamientos que «destrozan la moral» y «olvídate de tu imaginación porque sino esta te destrozará». «Tras salir ileso contra todo pronóstico una docena de veces no puedes sino tomar conciencia, por fin, de tus probabilidades», explica. Por ello le preocupa la apatía, la monotonía y el aburrimiento tras la acción, en la que muchos se refugian porque no les deja margen para pensar en la muerte y caer presas del miedo. «Permanecer quieto en una trinchera soportando un bombardeo era una prueba emocional mucho más dura que combatir en campo abierto».

MUERTE LIMPIA

Los soldados, señala, «estaban dispuestos a darlo todo, pero se veían incapaces de afrontar la muerte» si no era rápida y limpia. No querían morir dentro de las trincheras hechos pedazos por un obús pues ese era «un final demasiado crudo y sangriento, era más de lo que podían soportar» porque «no ejercían ningún control sobre su propia dignidad».

Como médico afronta decisiones que le marcan: un soldado fue a verle tres días seguidos diciendo que estaba enfermo, pero no tenía ningún problema físico. «‘Ya no puedo soportarlo’, me dijo. Pero le mandé a primera línea. Lo mataron al día siguiente». «No es que no quisieran seguir sino que no podían más», acepta quien se preguntaba si algún día se cuestionaría si era necesaria aquella «pérdida de vidas» de hombres «tratados como peones en una partida de ajedrez».

PEONES

Y esos peones lo sabían. Ante la orden de asaltar las trincheras enemigas con 120 hombres, unos le preguntan: «Doc, ¿cree usted que esto va a servir de algo?». Solo volvieron 31 heridos, «cruzando la tierra de nadie, llena de muertos y sangre por todas partes». Según los generales, fue un éxito.

«Uno no podía sentirse seguro jamás», escribe. Recuerda dos casos especialmente «injustos». Uno, el de un joven destinado a una zona aparentemente tranquila; salió de un cobertizo y le alcanzó de lleno una bomba solitaria. Otro, el de un médico que había sobrevivido a la sangrienta batalla de Hooge; estando a kilómetros del frente un proyectil perdido le arrancó la cabeza.

Pero una de las tareas más reveladoras era cuidar a los agonizantes. «Rara vez experimentan dolor o aprensión, terror o remordimientos (...). Su muerte no es sino un sueño y un olvido». Solo uno de los muchos que atendió, afirma, tenía miedo a morir. «La muerte parece un narcótico, reina la paz por encima de todo racionamiento».