lbert Ingham, de 24 años, y su amigo Alfred Longshaw, de 21, se alistaron voluntarios en la primera guerra mundial. Tras cinco meses en la sangrienta batalla del Somme, desertaron, fueron capturados y fusilados al amanecer. Sus tumbas descansan hoy en el cementerio de Bailleulmont, uno de los 155 de la gran guerra que salpican Francia y que junto a las trincheras y cráteres de obús visibilizan aún aquellas cicatrices. Para verificar el enigmático epitafio que el padre de Longshaw escribió en su lápida viajó hasta allí el escritor Joaquín Berges (Zaragoza, 1965), igual que hace en la ficción Jota, un abogado recién jubilado, protagonista Los desertores (Tusquets), novela que reivindica el honor perdido de unos jóvenes «cuya obligación era luchar por su vida» y que huyeron «siguiendo un instinto de supervivencia». «Sabían que los enviaban a la muerte. Es la razón del individuo ante la sinrazón militar. Están libres de culpa, fueron valientes por plantar cara a esa realidad absurda», opina el aragonés.

«Durante dos años me he preguntado cuántas veces había desertado cada día de cosas. Todos desertamos de algo en la vida. En la batalla del Somme, el primer día [1 de julio de 1916] murieron 20.000 ingleses. Yo habría desertado ese primer día», confiesa. «Muchos de aquellos jóvenes fueron a la guerra cantando, eufóricos, henchidos de gloria, nacionalismo y corporativismo. Les contaron que vivirían una batalla sencilla y encontraron una carnicería». En cinco meses murieron 600.000 soldados ingleses, franceses y alemanes.

El británico W. N. Hodgson no superó ese primer día. Dos días antes escribía estos versos: «Antes de que el sol empuñe su espada a mediodía/ debo decir adiós a todo esto./ Por todos los placeres que voy a perderme/ ayúdame a morir, oh, Señor». Fue uno de los war poets, soldados que hallaron una «válvula de escape» en la lectura y escritura de cartas y poemas. Como dijo uno de los más influyentes, Wilfred Owen, «la poesía está en la desolación».

Por primera vez, Berges se distancia de la ficción pura para introducir historia en una novela. Y basándose, entre otros, en el libro de Martin Gilbert La batalla del Somme, lo hace a través de las cartas que el desertor Albert Ingham pudo escribir a su padre y de poemas reales, muchos hallados en los cadáveres, que legó esa generación malograda. «Muchos se formaron en las mejores universidades. Había arquitectos, artistas, músicos, periodistas... Y se contagiaron de un espíritu prebélico que los llevó a vivir el romanticismo de la guerra. Es absurdo que los gobiernos envíen a sus jóvenes a morir. Nada justifica una guerra, la pérdida de miles de vidas», alega Berges, que no cree que hoy estemos preparados para una guerra así. «En el mundo occidental, el valor de la vida está por encima de todo, hay un culto al individualismo y no se puede plantear usar a unos individuos como carne de cañón como si fueran piezas de un ejército de juguete. Si para algo han servido las guerras del siglo XX es para dar valor al individuo frente a la colectividad que lo anula y lo lleva a la muerte».

Los desertores combina las cartas del soldado al padre, culminadas con versos de los poetas de la guerra, con capítulos ensayísticos sobre el conflicto y con otros que siguen a Jota y su familia en la España actual. «Son una cuadrilla de desertores»: la madre, que sufre una enfermedad neurótica que le impide convivir y la enclaustra en cama, deserta de la vida; el padre deserta de casa y de sus hijos porque no soporta vivir con su mujer; Jota quiere desertar de un matrimonio que nunca deseó. «Uno se da cuenta de las pequeñas deserciones de la vida, de tener un sueño y no luchar por él... Nos escapamos cuando no nos gusta nuestra realidad».

Tuvo algo de deserción, opina, que tras la guerra la sociedad casi consensuara un «vamos a pasar página y a olvidar el horror vivido». «El pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla», alerta.