Aunque John Le Carré fue el último en llegar a ese interesante club de escritores que sirvieron a la reina y a la patria trabajando para el Servicio de Inteligencia Británico del que forman parte Graham Greene, Somerset Maugham, J. B. Priestley y Ian Fleming, lo cierto es que de todos ellos fue el que sacó más tajada literaria de su experiencia tanto en el MI5 como en el MI6. Ciertamente no inventó la novela de espías, pero sí llevó al género a una complejidad alejada de las coloristas y falsas estampas de James Bond y lo que es más interesante, convirtió la guerra fría, con su miedo constante a que algún líder desaprensivo pulsara el botón nuclear, en una magnífica metáfora de la ambigüedad moral en la que se desarrollaba el teatro político internacional tras la segunda guerra mundial.

Aunque en sus entrevistas, el escritor se limitaba a echar balones fuera cuando se le preguntaba por el grado de inspiración de sus novelas respecto a la vida real. Cumpliendo estrictamente la confidencialidad debida, Le Carré jamás reveló los detalles precisos y más jugosos de su trabajo. En sus memorias pasa de puntillas sobre ese tema, quitándole importancia.

El enfado de sus antiguos colegas

Así que hay que acudir a sus novelas para imaginar esos pormenores. La prueba del algodón es la reacción de su mentor y amigo en el MI6, Jack Bingham , que cortó toda relación con el escritor cuando las novelas de este empezaron a tener éxito: ¿Por qué, se preguntó, “cualquier persona decente ensuciaría el buen nombre del servicio y daría alas a la KGB?”. La respuesta está en el ADN de las novelas de Le Carré, un moralista de corazón dickensiano (un tipo de derechas que se opuso a la guerra de Vietnam) que jamás dudó en poner en evidencia su desprecio por las prácticas y los valores del Foreign Office. Ese es la óptica de su héroe más socorrido, el agente Smiley (a quien muchos han querido ver un ‘alter ego’ del autor) plegado a unos protocolos en el fondo inmorales pero capaz de no perder en ningún momento la independencia y el espíritu crítico. Uno de los jefes del agente lo describe así: “Tiene la astucia de Satán y la conciencia de una virgen”.

En 1963, la actualidad le construyó a Le Carré una campaña publicitaria a escala mundial con el sonado desvelamiento del británico Kim Philby como agente doble. Recién levantado el muro de Berlín, la histeria colectiva en los medios de comunicación respecto al espionaje llegó entonces a su máxima intensidad mientras los lectores exigían novelas de ese género. Los mejores y mejor construidos libros de Le Carré son de esa época, también son los que con más detalle explican ese tiempo a la vez confuso e inestable, marcado por dos realidades casi fantasmagóricas, la capitalista y la comunista, con unas figuras, los espías, intentando encontrar una verdad oculta. ¿Acaso no es eso lo que hacen los héroes de Kafka en sus novelas?

El chivato fue Philby

Hay otra vinculación bastante interesante entre Philby y Le Carré. Y es que David Cornwell, el verdadero nombre de Le Carré, mientras trabajaba en el MI6, en el mejor estilo de sus novelas, había ocultado a sus superiores su identidad como ese odiado autor capaz de airear las cloacas del Estado. De creer a un importante espía de la KGB en Londres, habría sido Philby el que hizo la revelación de la doble identidad del autor, desencadenando con ello la salida del servicio de inteligencia. Quizá por ello, Le Carré dejó plantado al destacado miembro de los Cinco de Cambridge en un intento de encuentro en Moscú, cuando el autor viajó allí.

Al desmoronarse el Muro y cambiar radicalmente la vieja política de bloques se diría que Le Carré iba a quedarse sin material para su escritura. Pero no fue así. El autor siguió afilando su espíritu crítico con novelas cada vez más desesperanzas en las que, con una especial inquina hacia los Estados Unidos, desvelaba las miserias del tráfico de armas, de la actividades poco éticas de algunas farmaceúticas o de las grietas de la democracia. Para el espía que era -nunca afirmó serlo, pero ¿qué buen espía lo confesaría?-, el actual mundo multilateral se ha quedado sin una misión. Habría mucho que discutirle. Pero ¿para qué hacerlo?