En Cristo de nuevo crucificado, publicada en 1948 y ambientada en 1922, Nikos Kazantzakis (Heraclión,1883-Friburgo de Brisgovia, 1957) cuenta cómo en un pueblo de Anatolia, cuando sus habitantes preparaban una representación de la Pasión en Semana Santa, llegó un grupo de refugiados huyendo de su ciudad, arrasada por el Ejército otomano. Los aldeanos les brindaron ayuda mientras el pope de la Iglesia y el Consejo de Ancianos se la negaron.

«La novela tiene una vigencia atroz. Es triste pensar que tras tantos años los problemas siguen siendo los mismos. No solo con los refugiados en Europa, sino también con los inmigrantes de Latinoamérica. Y también las reacciones de la gente hoy son las mismas que cuenta Kazantzakis: el pueblo llano y humilde ayuda, se quita el bocado de la boca para compartirlo con los migrantes, y las autoridades y los representantes de Dios, que se supone que deben tener un sentimiento más cristiano, les cierran las puertas y ponen muros», lamenta Selma Ancira, premio Nacional de Traducción 2011 y autora de la primera versión al castellano directamente del original griego, (ya había hecho lo propio con Zorba el Griego, otra obra maestra de Kazantzakis), que acaba de publicar la editorial Acantilado en castellano (han salido a la luz también ediciones en otros muchos idiomas).

Los orígenes de esas ansias de justicia apuntan a la infancia del escritor en la Creta dominada por los turcos. De niño, decía en su autobiografía, vio desde su casa a su vecino turco, padre de una niña con la que él solía jugar, participar en una matanza de cristianos y cómo luego limpiaban en la fuente de la plaza los cuchillos manchados de la sangre de sus víctimas. «Aquellas masacres lo marcaron -apunta Ancira-¬. La crueldad del ser humano y la tristeza por ver al hombre perder la bondad está en todas sus novelas. En Zorba el griego, el protagonista dice: ‘Antes me fijaba en si ese era griego o turco, ahora solo me fijo en si es o no buena persona’».

Drama del refugiado

Destaca Bohigas que «fue un autor carnal, vitalista, políticamente inquieto en una Grecia ya entonces llena de refugiados, sometida a una gran inestabilidad». Conocía de cerca Kazantzakis el drama del refugiado: en 1919 ayudó a repatriar a 150.000 griegos desplazados en el Cáucaso en la Revolución rusa, que habían huido antes del genocidio otomano.

Además de su dimensión humana y social, «se sentía cerca de la revolución y de las guerras; sus obras son un canto a la vanidad de la revolución y la guerra», apunta la editora, que añade el empeño del autor, nueve veces nominado al Premio Nobel, en «mostrar a la Iglesia como instrumento de poder hipócrita y al cristianismo como revolución».Solo gracias a la familia real griega evitó la excomulgación por parte del clero ortodoxo, que lo consideraba sacrílego.

De ahí puede sorprender que la versión de Sales pasara la censura franquista. «La tesis fundamental de la obra me parece acertada y su lectura, para personas sólidamente formadas, puede ser provechosa», escribió en 1958 en su informe el jesuita censor, quien no vio objeción alguna en la ideología revolucionaria del texto y solo pidió suprimir algunos párrafos de «bastante crudeza en cuestiones sexuales», que ahora rescata una edición del experto Pau Sabaté.

Escrita en claroscuros

El lenguaje de Kazantzakis lo define Ancira «en términos pictóricos: está escrita en claroscuros. Va del lenguaje cruel, despiadado, duro y cruento a otro de una finura y delicadeza que refleja luminosidad y esperanza. Te lleva de un extremo a otro constantemente». Y, además del lenguaje «muy vivo y espontáneo» que recalca Sabaté, la traductora cita otra característica clave. Y es que, insiste el propio editor de esta obra, «era famoso por inventar palabras. Las buscas y no están en los diccionarios. Pero di con ellas viajando por Grecia y hablando con la gente y con especialistas, viendo cómo de unas hacía otras».

Certificando su vigencia, quedan en el imaginario cinematográfico La última tentación de Cristo de Martin Scorsese, el Zorba el griego que encarnó Anthony Quinn y el Cristo de nuevo crucificado que Jules Dassin trocó en El que debe morir. Y su vida, que Yannis Smaragdis alumbró el año pasado en un biopic de éxito desigual que tuvo como título Kazantzakis.