Todo fenómeno literario tiene sus flujos y sus reflujos. Y el del noruego Karl Ove Knausgard (Oslo, 1968) no ha dejado de cumplir esa regla. El suyo es, por decirlo breve, y con el permiso de Roberto Bolaño, el boom de prestigio de las letras del siglo XXI. No solo por el reconocimiento crítico planetario o por lo musculoso y testosterónico de la propuesta en términos de ambición -solo en lo relativo a los números, son seis volúmenes y casi 4.000 páginas- sino porque también se corona como la catedral de esa tendencia que en este siglo ha impregnado la literatura y que tiene que ver con la confesión, la autoexposición y la localización del yo más íntimo en el centro de la narración. Esa tendencia que tiene nada de nuevo, pero que se vende como si lo fuese bajo la recurrente etiqueta de autoficción. Una autobiografía en la que el autor se muestra a sí mismo y a los suyos con sus anhelos y mezquindades.

Ahora que la saga se ha completado en castellano con el cierre de Fin (Anagrama), un mastodóntico volumen de más de 1.000 páginas, toca hacer balance de una obra que a lo largo de los años desde la aparición de la primera entrega, La muerte del padre, en el 2012, fue saludada con fervor. Más tarde y a partir del tercer volumen (de ahí, el reflujo) empezaron las divisiones porque, pese a sus innegables virtudes, la propuesta no parece estar en sintonía con la actual paciencia y concentración de los lectores. Así, muchos defensores de Knausgard, como la británica Zadie Smith, fueron criticados por esnobs ante una obra irritante por su longitud y lo pormenorizado de su detalle, en el que las tareas domésticas, los platos sucios y el cuidado de los niños son relatadas con tanto esmero, como las inquietudes, la angustia -tan nórdica ella- y el dolor trascendente ante la existencia.

También hubo alguna que otra crítica feminista y la más ajustada fue la de Siri Hustvedt que en su ensayo La mujer que miraba a los hombres que miraban a las mujeres contó cómo este en un encuentro literario le aseguró que las escritoras para él «no son competencia», que su liga, vamos, se jugaba con la mirada puesta en una masculina grandeza. Naturalmente, Knausgard se disculpó diciendo que Hustvedt no lo había entendido bien, pero lo cierto es que dijo lo que dijo y siempre cabe la duda de si las miserias de un ama de casa para intentar deslindar los cuidados domésticos de una férrea vocación literaria hubieran tenido la misma repercusión mediática.

DESCARNADO Y SIN TAPUJOS

Fin, por lo que parece, cierra el círculo abierto con La muerte del padre y Un hombre enamorado, los libros mejor recibidos y los que corresponden a la descripción más descarnada y sin tapujos de su biografía. También en este volumen se encuentra la clave del porqué del título genérico de Mi lucha, que hace alusión al libro confesional de Hitler, en cuyo narcisismo el noruego teme -y se regodea- reflejarse.

Durante la redacción del proyecto, Knausgard fue viendo y siendo consciente de cómo lo que escribía hería a la familia de su padre -de quienes desveló su alcoholismo- o a su primera esposa, quien se enteró gracias a la lectura de Un hombre enamorado de su infidelidad con la escritora Linda Boström, la que sería la madre de los primeros cuatro hijos del autor.

Este último volumen recoge todas esas líneas narrativas, las literarias y las domésticas, y acaba (sí, esto podría ser considerado un destripe argumental si eso tuviera realmente importancia en el hecho literario) con la exhibición de las atrocidades que la publicación del proyecto ha supuesto para la familia. De cómo la literatura y la vida tienen reglas distintas, de cómo una puede destrozar la otra.

CRISIS MATRIMONIAL

Ahí el escritor relata la profunda crisis que vivió con Boström, de cómo ella decidió ingresar en un hospital para curarse un insomnio provocado, es evidente, por su insatisfacción e incomodidad matrimonial, y de cómo regresó finalmente al hogar en una especie de happy end en el que quiere creer más el autor que el lector. «Me siento muy feliz de tener a Linda, y me siento muy feliz con nuestros hijos. Nunca me perdonaré lo que les he causado, a lo que les he expuesto, pero lo he hecho, tendré que vivir con ello», expone.

Eso fue en el 2011, cuando Knausgard acabó esta novela en su original noruego fantaseando, en sus últimas líneas, con la idea de que en el ciclo se había vaciado totalmente. «Disfrutaré pensando que ya no soy escritor», escribe. Pero la realidad no le ha dado la razón. El matrimonio con Linda no pudo superar aquella exposición y la pareja acabó separándose. El escritor abandonó la sueca Malmö, desde allí se fue a vivir a Londres, encontró allí una nueva pareja, que trabaja en el mundo de la edición, y con la que recientemente tuvo su quinto hijo. Tampoco acertó con lo que «ya no soy un escritor» que cierra el libro. A día de hoy sigue escribiendo. ¿Alguien pensaba que con tamaña ambición dejaría de serlo?