Hace 11 años que se publicó 'Olive Kitteridge', pero solo ha pasado un mes desde que Olive y Jack Kennison compartieron cama. El paso del tiempo es uno de los temas que, 'sotto voce', resuena en esta excelente novela que es, otra vez, una colección de cuentos que tienen un tono compacto, unidos por un 'dramatis personae' que parece respirar en la misma onda que su precuela. Entre capítulo y capítulo, ¿qué ocurre? ¿Cómo caen los días, los meses, desde la poltrona del calendario? Elizabeth Strout piensa en el pueblo de Crosby, Maine, como en uno de esos microcosmos que tanto gustan a la literatura norteamericana desde que Sherwood Anderson publicó 'Winesburg, Ohio'. En el centro, la relación amorosa que se consolida entre estos dos viudos entrados en canas y hambrientos de abrazos. En los alrededores, un montón de personajes sorprendentes que anhelan pertenecer, amar y sentir: una estudiante de piano que se deja desear por la mirada de un anciano, una embarazada que da a luz después de un ridículo 'baby shower', una nuera hostil que, de repente, tiene un arrebato de generosidad (¿o acaso es a la inversa: es que no puede evitar el hecho de castigar a su marido, de humillarlo incluso, delante de la suegra que detesta?).

Y en la cima, una mujer más grande que la vida, franca hasta resultar ofensiva, noble y confiable como un árbol centenario, abrupta y ruda, pero también cálida y solidaria, esa Olive Kitteridge que imaginamos con el rostro y el mohín enjuto de Frances McDormand. El estilo de Strout recuerda al de su admirada Alice Munro, aunque resulta más (falsamente) prosaico. En la escritora canadiense aún parece que las palabras pueden romperse, de tan delicadas y vulnerables y expuestas están al amor y al sufrimiento. En la literatura de Strout hay una familiaridad, un afecto, que, como le ocurre a Olive, deshiela su duelo, su pena, su frustración para dejar paso a la empatía. Aquí Olive ya pasa de los 70 años, y empieza a pensar en su propia muerte con el miedo de quien ha fingido no tenerlo. Hay algo de heroico en el deseo de Olive de conectar con sus congéneres, aunque sea en un asilo. Una manera de admitir que somos mortales, y de que lo único que nos puede salvar de nuestros fantasmas es nuestra conexión con el otro.

Diosa de lo cotidiano

La profundidad emocional de esta excelsa secuela se mide sin pretensiones, con una pasmosa naturalidad, como si escribir fuera un gesto inevitable de la expresión vital, un gesto casi tan digno como el de las vidas de estos personajes a las que hay que saber mirar para documentar su majestuosidad, a menudo invisible y silenciosa. Entonces Olive se erige en una diosa de lo cotidiano, una mujer que, en su existencia paradójica, en su contradictoria manera de relacionarse con el mundo, despierta amor e irritación a partes iguales. En un momento de 'Luz de invierno', Cindy, antigua bibliotecaria y lectora empedernida, afirma que los poetas son la mano derecha de Dios. Leyendo a Strout, uno tiene la impresión de que algunos prosistas son su mano izquierda.