La de Vivian Gornick (Nueva York, 1935) es la voz de una mujer que viene de vuelta de todos los naufragios: el amor, la aspiración de pertenecer a una comunidad intelectual o la idea abstracta y glorificada de otra escritura que no sea el sudor del picapedrero. Si en Apegos feroces, la celebrada primera parte de sus memorias, por así llamarlas, la autora reconstruye su infancia en el Bronx, junto a su madre viuda, en un bloque para familias judías, en Mirarse de frente la adulta camina sola, despojada de ese insustituible vínculo materno-filial de amor y encono. Siete estampas de carácter autobiográfico con dos protagonistas: las calles de Manhattan y la soledad, la existencia a pelo.

La autora, una de las representantes más conspicuas de la segunda ola feminista de los años 70, desgrana su lucha por perseverar en la creación, construirse una vida independiente y algún vínculo significativo con el otro en una ciudad, Nueva York, atestada de seres solitarios, donde el simple hecho de caminar se convierte en técnica de supervivencia y fuente de historias. En una de las viñetas más lúcidas, la titulada Vivir sola, Gornick bucea hasta su propio tuétano sin pudor; es una mujer divorciada, una teórica ya establecida de la emancipación femenina, y constata, sin embargo, que las bisagras rechinan: Miré entonces lo que me rodeaba, mi vida, y comprendí que ni por asomo había aprendido a vivir sola. Lo que había aprendido era a planear estrategias.

El libro rezuma sinceridad. Esa es la mayor cualidad de la ensayista, la capacidad de transmitir la verdad en crudo sobre el tapiz de un estilo chispeante, el mismo que preconiza un profesor de escritura que asoma en un capítulo: La buena escritura se caracteriza por dos cosas: está viva en la página y el lector se convence de que el autor está en pleno viaje de descubrimiento.