Desde la portada de Petit Paris (Anagrama), la última novela de Justo Navarro (Granada, 1953), una mano entre cortinajes apunta directamente al lector. Es una imagen un tanto teatral que remite a los ambientes más clásicos del cine negro de los años 40. Para protagonizar el relato ha rescatado al veterano comisario Polo de Gran Granada, experto en telecomunicaciones, dos metros de altura, gafas que aumentan los ojos hasta lo imposible, capacidad para quedar siempre bien con sus jefes, sean estos los que sean. Ahora la acción se traslada al París ocupado de 1943, momento en que los nazis ya han dejado de hacer creer a la población que se han instalado por sus cafés y su arte y empiezan a oírse los ecos de las victorias angloamericanas en África. Polo, con 40 años y a quien todavía no han operado de cataratas (de ahí sus gafotas), se ha trasladado a la capital francesa persiguiendo a un delincuente. La visita parisina le permite abandonar por un tiempo la España franquista, aunque el largo brazo de los servicios consulares le siga presionando allí.

«Lees de cabo a rabo un diario francés de la época y pese a la evidente censura política que destilan esas páginas puedes hacerte una idea completa de cómo era el día a día de la ciudad entonces», explica.

Para habitar aquel París, Navarro ha acudido a las realidades brumosas de Georges Simenon y, sobre todo, de Léo Malet, uno de sus autores favoritos a quien estuvo releyendo durante toda la escritura. «Me gusta especialmente el tono de ironía y divertimento de sus novelas, pensar que en 1943 estaba escribiendo precisamente 120, calle de la estación». Pero también a las sombras que pueden verse proyectadas en la extraordinaria película noir El soplón de Jean-Pierre Melville. «En ella se produce un asesinato que me ha servido para imaginar el mío», asegura riendo y recordando aquello que decía Raymond Chandler: «Cuando no sé qué va a pasar, mato a alguien».

Pero por encima de todo, Navarro, que no hace distingos a la hora de escribir literatura de género o de la otra -la mal llamada literaria- deja fluir su imaginación a un ritmo pausado que poco tiene que ver con una novela de acción al uso. «Escribir es como si me pusieran a improvisar en un piano. No sé bien por dónde me va a salir el relato, aunque sí deseo que sea duro y preciso, y que aunque esté hablando de los años 40 también lo esté haciendo más solapadamente de nuestro mundo de ahora». También rompe una lanza por una literatura que no siente en absoluto como comercial per se. «Hasta el libro más exquisito se vende en las librerías. Si una novela es mala no es porque sea comercial, sino por otros motivos que habrá que precisar. La gente, cuando descalifica de esa manera, lo que está haciendo son juicios de clase».

Ambigüedad moral

El París ocupado le sirve para establecer un buen marco de ambigüedad moral potenciado por la guerra. «Es un momento interesante narrativamente porque es un estado de excepción en el que asuntos tan despreciables como el asesinato y la mentira se vuelven meritorios».

Y pese a ese carácter consolador que suele atribuirse a la novela policiaca para el lector que solo debe continuar leyendo para finalmente llegar a la verdad, Navarro prefiere dejar las resoluciones en una cierta ambigüedad. «Mi comisario dice que frente a una mancha unos ven un camello, y otros, una catedral con dos torres. Eso lo aplicaría a mi novela porque yo no me creo que las cosas sean como se explican al final y eso es algo que suele servir tanto para la ficción y como para la vida».