Hace 25 años que se publicó El primer hombre de Albert Camus gracias a su hija Catherine. Hacía 34 que el manuscrito de aquella novela incompleta permanecía inédito, desde que apareció en un maletín cerca de donde su autor perdió la vida en un brutal accidente de tráfico en enero de 1960, un día después de que él mismo declarara, tras conocer la muerte del ciclista Fausto Coppi, que no había nada más idiota que morir así. Hacía tres años que había recibido el Nobel a una edad a la que otros escritores empiezan, los 44 años, y en un momento para él difícil. Su apuesta por la rebeldía moral frente a la revolución política, su condena de la violencia como instrumento de cambio histórico en su ensayo El hombre rebelde (1952) había desatado una reacción furibunda en algunos intelectuales de izquierdas encabezados por Jean-Paul Sartre. Lo acusaron de adoptar una posición de acomodaticio individualismo propio de un burgués, lo que creían que era.

El estallido en 1954 de la guerra por la independencia en Argelia recrudeció el enfrentamiento. Camus, nacido allí en una familia de colonos pobres, no podía aceptar que se despachara como fascistas a todos los emigrantes franceses en Argelia. Con el trasfondo de esa polémica y desde la sensación de haber clausurado una etapa con el Nobel, empezó a escribir una novela autobiográfica sobre sus orígenes humildísimos, demostración de que la pretendida extracción burguesa a la que atribuían su repudio de la violencia revolucionaria era falsa.

El tercio que dejó redactado es lo que recupera Tusquets con un ineludible posfacio de José María Ridao, autor del espléndido ensayo sobre Camus El vacío elocuente (2017).

CARENCIAS

En esos orígenes hacia los que lanza su memoria narrativa, Camus aguarda una ausencia abismal, la del padre al que no conoció porque, movilizado en la gran guerra, murió en la batalla del Marne antes de que él cumpliera un año. Ese movimiento retrospectivo lo activa la visita al cementerio de Saint-Brieuc, donde reposa el padre de Jacques Cormery. Este, que ha conocido el éxito a sus cuarenta y tantos años, obvio álter ego del autor, se ve sacudido por la revelación de que el hombre enterrado bajo la lápida era más joven que él y es, para él, un perfecto desconocido. Al vértigo genealógico se suma otra carencia: la dificultad para comunicarse con la madre, cuyo retrato es un prodigio de delicadeza literaria. Analfabeta y encerrada en su silencio debido a una sordera, vivió ensimismada día tras día, sin que por ello dejara de preocuparse por el bienestar de su hijo mientras limpiaba casas.

El tercer personaje es el maestro, el señor Bernard, que supo adivinar la capacidad de Jacques/Albert y estimularla desde los valores del humanismo: el amor al conocimiento, la justicia, la solidaridad y la dignidad. En él se cifra el emblema emocionante de la salvación a través de la escuela y la propia educación. Albert Camus no olvidó que gracias a su maestro real, el señor Germain, salió de la privación y la miseria, pudo adquirir unas pautas de conducta y unos principios morales. Por eso le escribió tras recibir el Premio Nobel una carta desarmante que se reproduce al final y que conviene leer antes y después de la novela, como también hay que leer la respuesta del maestro.

En El primer hombre, el pasado paupérrimo, con destellos de hermosura, se configura como un espacio despojado en el que la diferencia entre poderosos y sometidos, hacedores de la historia y carne de cañón, adquiere toda su dolorosa realidad. Un libro, sin duda, conmovedoramente inmortal.

'EL PRIMER HOMBRE'

Albert Camus

Tusquets