Lina Bengtsdotter se crió en Gullspang, pequeña localidad de la Suecia profunda, deprimida y golpeada por la crisis, donde todos se conocen y modestas casas de madera pespuntean el gélido paisaje a 220 kilómetros de Gotemburgo. Con 17 años escapó de allí y acabó en Estocolmo, donde fue profesora de Psicología, se casó, tuvo tres hijos, se divorció, y volvió a sus raíces: lo hizo escribiendo Annabelle, una novela negra ambientada en su pueblo natal, que se convirtió en el libro más vendido del 2017 en su país (100.000 ejemplares) y que en España acaba de publicar Planeta.

En el salón de casa de sus padres, a pocos metros de un caserón semiderruido donde siendo adolescente los jóvenes celebraban fiestas clandestinas con alcohol, drogas y sexo -el mismo que en la novela frecuenta la Annabelle de 17 años que le da título-, la risa contagiosa de Bengtsdotter estalla cuando admite cómo coqueteaban con el peligro: jugaban a estrangularse y a picar muy rápido con la punta de un cuchillo sobre la mesa entre los dedos de la mano. «Nunca murió nadie...», asegura, a diferencia de en la novela, protagonizada por la policía Charlie Lager (en Suecia ya tiene segunda entrega), que debe volver a su natal Gullspang para investigar la desaparición de Annabelle. Un caso para el que la autora evoca hoy el de una joven violada y asesinada años atrás. Otra historia la influenció, ocurrida en 1968 en Newcastle: la de Mary Bell, una niña inglesa de 11 años que torturó y mató a dos niños junto a una amiga. «Me hizo preguntarme cómo un niño podía hacer eso. La madre de Mary, prostituta y drogadicta, la maltrataba, creció en un ambiente problemático. Fueron víctimas y verdugos a la vez».

MUJERES FUERTES

En la trama pesan las relaciones entre amigas y entre madres e hijas, y también las mujeres fuertes, como las de su propia familia, celebra orgullosa con su madre en la cercana cocina como anfitriona ante un grupo de periodistas y recordando cómo su abuela acabó la universidad habiéndose quedado embarazada. «Sus voces están en Charlie», la detective arisca e independiente, niña prodigio con síntomas de Asperger, que recuerda a la Lisbeth Salander del Millennium de su compatriota Stieg Larsson. «Es una outsider, rompe los estereotipos de la mujer tradicional y lleva una coraza porque arrastra un pasado que la marcó con una madre alcohólica».

Un alcoholismo, como el consumo de ansiolíticos o drogas, que extiende sus tentáculos en el municipio y en el libro. «En un lugar sin alicientes, con pocas salidas profesionales, en un ambiente sin futuro, sobre todo para los jóvenes, que solo piensan en marcharse, hay desesperanza. Y la gente sufre ansiedad, depresión... y bebe y se automedica mucho. Y en los lugares pequeños, donde todo se sabe, la gente no va al psiquiatra ni al psicólogo porque no podrían ocultarlo. Todo queda en casa», lamenta la autora, que califica de «drama y vergüenza» la expansión de la drogadicción tras evocar a su mejor amiga, muerta de sobredosis.

Lectora de Edgar Allan Poe, de Alice Monroe, Joyce Carol Oates, Lucia Berlin, Sylvia Plath y Richard Yates, no escribió pensando en mostrar una imagen crítica de la sociedad sueca, como dicen muchos autores nórdicos del género. «Me interesa la mente humana». Sin embargo, el espejo de Gullspang en que convierte la novela lo es todo menos complaciente y también se siente la xenofobia. «Hay pocos puestos de trabajo y son precarios. Y hay muchos inmigrantes kosovares. Es fácil que surjan comentarios racistas del tipo ‘nos quitan el trabajo’». A ella no le gusta nada pensar que «el partido de extrema derecha es el tercero más votado» en su país. «Su discurso, el populismo... da mucho miedo».