Que Mario Vargas Llosa es un experto en el poder, aunque menos en su práctica que en su teoría, no es ningún secreto. Él mismo fue candidato a la presidencia del Perú, campaña en la que sería vencido por el polémico Fujimori. El escritor aceptó su derrota y retomó sus tareas literarias, tan a menudo y recurrentemente invadidas o inspiradas por el poder político en todas sus manifestaciones, desde su despótico ejercicio en países de Centro y Sudamérica hasta algunos de los golpes de estado de los que el propio Vargas Llosa ha sido estudioso o testigo.

La última novela del Premio Nobel peruano, Tiempos recios, versa sobre las vicisitudes que, a finales de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta del pasado siglo, se vivieron en un país entonces tan retrasado, tan inexistente, casi, que el propio Winston Churchill llegó a dudar de su localización. Con apenas una población de tres millones de seres humanos, en su mayoría indígenas mayas, Guatemala había caído en manos de la United Fruit, alias La Frutera, multinacional norteamericana con un poder casi onmímodo en la región, acostumbrada a sobornar a ministros y presidentes y a contratar mano de obra por precios de esclavitud.

Sin embargo, un político diferente, Jacobo Árbenz, conseguiría ganar las elecciones y hacerse con el poder en Guatemala.

Sus primeras decisiones, en línea de lo que hoy entenderíamos por un moderado socialismo, pusieron, si no en jaque, sí en alerta a las fuerzas conservadoras del país, algunos de cuyos próceres tenían contactos con Estados Unidos.

Un sobrino de Freud residente en Nueva York y dedicado a la publicidad dio en maquinar el bulo de que los rusos estaban disponiendo una cabeza de puente en Guatemala con vistas a atacar a los Estados Unidos y a partir de ahí se destaparía una histeria represiva contra el gobierno de Árbenz.

Una incipiente CIA con Dulles al frente y la complicidad, entre otros tiranos de la zona, del dictador dominicano Trujillo comenzaría a operar en las fronteras guatemaltecas con el plan de derrocar a Árbenz. Castillo Armas, otro militar, compañero de academia del propio Árbenz, fue el encargado de llevar a cabo la invasión y de acabar con aquel gobierno progresista, para instaurar de nuevo la dictadura militar.

Una novela muy bien escrita, como todas las de Vargas Llosa, y de manera sobresaliente estructurada al hilo de las intrigas castrenses en la Guatemala contemporánea a la Segunda Guerra Mundial.

Como ya hiciera en La fiesta del chivo, algunos de cuyos malvados protagonistas regresan de las sombras, el autor volverá a poner en pie a decenas de personajes, todos ellos perfectamente caracterizados e implicados entre sí en una espiral de lealtades y traiciones que no dará pausa al lector.

Una pieza literaria de primer orden, en la que no faltan novedades técnicas, tan del gusto de un autor que, cumplidos los ochenta, sigue regalándonos magníficas historias.