J. M. G. Le Clézio (Niza, 1940) es un raro de la literatura francesa porque toda su vida ha practicado el nomadismo, abomina del chauvinismo cultural y sus mandarines y además, pese a haber nacido en Francia, tiene raíces en la multicultural isla Mauricio en la que su familia se instaló en el siglo XVIII.

Hace 11 años cuando nadie apostaba por él -tan excéntrico estaba situado en el panorama cultural- le concedieron el Nobel. Recibió la noticia mientras viajaba entre Canadá y Corea del Sur, uno de los países en los que ha vivido y no son pocos: Nigeria donde su padre ejercía como cirujano y donde se trasladó a los 8 años con su familia, México el lugar en el que acuñó su vivo castellano durante 12 años o esa estancia ya mítica en Panamá, de cuatro años conviviendo con los indios Embera Woudnaan. Además está casado desde hace cinco décadas con una marroquí y vive entre Alburquerque, en Nuevo México y China... Se jacta de no tener casa en París. Y de no pertenecer a ningún lugar salvo a «la España de Cervantes, el México de Juan Rulfo o la Colombia de García Márquez» y es que dice riendo: «Cuando leo a un autor chino me vuelvo chino, no totalmente pero casi». En Estocolmo destacaron sus libros de viajes pero él matiza: «No soy un escritor que viaja, soy un viajero que escribe».

A sus casi 80 años, Le Clézio conserva la planta y el atractivo que acompañaron la aparición de su primera novela, cuando a los 23 y con aspecto de modelo ultracool, se dio a conocer con la experimental El atestado. Más de 40 libros después llega con una nueva novela Bitna bajo el cielo de Seúl (Lumen), la primera en la que ha vertido sus experiencias coreanas.

Bitna tiene 17 años, ha llegado a la capital desde el campo y se dedica a contarle historias medio inventadas a una mujer paralítica, unas historias con mucha fantasía y no poca carga zen, en las que el autor, que se considera a sí mismo un poco «loco», ha querido mostrar sus impresiones sobre un país poblado mayoritariamente por jóvenes. «Corea es el país del mundo donde hay más universidades y los estudiantes quieren acceder a ellas para obtener un trabajo mejor aunque encontrarlo vaya a ser casi imposible». Su visión de ese país que vivió la tercera guerra más cruenta y destructiva del siglo XX es que Seúl es una trampa para los que acaban viviendo allí.

Contador de historias

Le Clézio es un gran contador de historias. Evoca a la chamana y sus vestidos -todos los coreanos practican una religión extranjera y a la vez son chamanistas-, capaz de bailar sobre cuchillos para darle al fiel el consejo que necesita o la leyenda urbana del acosador de Seúl que al final se revelaba como un protector de las muchachas a las que seguía. Dice haber heredado el don de la palabra hablada de su abuela que era maravillosa inventando cuentos. «Yo sin embargo al igual que Bitna no tengo mucha imaginación y en muchos casos me limito a recoger historias que me cuentan». La literatura del autor se ha simplificado enormemente desde aquellas complejas narraciones del Nouveau Roman. «Cuando tenía 7 años mis novelas eran sencillas y yo gozaba escribiéndolas porque no tenía que preocuparme de la ortografía. Mi madre las encuadernaba con hilo y aguja. Así que con mi actual literatura despojada no hago otra cosa que cerrar el círculo».

Hay una característica en sus libros que en cierta forma lo emparenta con Salinger, uno de sus héroes literarios, sobre todo por los extraños y espirituales relatos del estadounidense. «Conecté con ellos porque siempre he tenido una tentación mística que he buscado en todo el mundo», y aunque cree que debería ser religioso pero no tiene ninguna fe en particular. Quizá la literatura lo sea. «No, la literatura es como los sueños, sirven pero no se sabe bien para qué. Si uno no tiene ficciones es como si no tuviera sueños, enloquecería pasadas unas cuantas noches».