El proceso comienza con la lengua, investigadora revoltosa e incansable de la cavidad bucal, siempre de aquí para allá, hasta que tropieza con una ranurita de nada, rasposilla ella. Dada la alarma, entra luego el dedo a recabar información, frente al espejo, haciendo morisquetas y poniendo cara de susto. Porque lo empiezas a ver venir.

Efectivamente, ahí hay una caries. La tienes controlada y resuelves que lo mejor es no tocarla, pero la lengua sigue a lo suyo y, por más vueltas que dé, acaba en la grietecilla. Desde luego, cada vez mayor. "Oiga --le llamas a la enfermera--, que a ver cuándo podrá recibirme el doctor porque, la verdad, no estoy seguro, pero creo que tengo una fisurita de nada en una muela". Nada importante, insistes, como si a ella le importara más que un pimiento tu pánico evidente.

Llamas desde el portal con la esperanza de que se hayan confundido al darte la cita y hoy sea la festividad del patrón de los dentistas (¿san Torquemada?). Qué va. La puerta se abre. Y dudas, coño si dudas, como que tiras por la escalera para darte un tiempo de meditación. Mientras no te vean, aún estás a tiempo de salir de naja. Hay que echarle un par, total... si sólo te va a mirar...

La salita de espera no es precisamente una zambra: las caras de los presentes te acaban de hundir en la miseria, cada uno con su lengua hurgando su problema. Silencio absoluto, y una música de fondo suave, a todas luces engañosa, una trampa para incautos, porque a mí no me camela, ya sé que el drama está al otro lado de la puerta. Sólo hay que poner el oído y escuchar, cuando el hilo musical cesa, ese sonido revolucionado y eléctrico. ¿Por qué se oye siempre? ¿Para ir abriendo boca?

Las revistas, sobre la mesita, dirigidas al sector, mejor ni tocarlas. Son como catálogos del doctor Mengele, con sillones llenos de palanquitas, pinchos anexos y otras maravillas de la técnica. Algún artículo advierte en su encabezamiento: Las revisiones son fundamentales, Vigile su boca, La importancia de la higiene, El mito del miedo al dentista. Pues qué bien. Después de varios sobresaltos con la presencia de la enfermera recabando materia prima, inexorablemente acaba por decir tu nombre. Allá vamos.

"Abra la boca", oyes. "Huy, huy, huy -exclama el que consideras descendiente de la Inquisición-, ¿qué tenemos aquí?, una caries seria, creo que hemos perdido la muela. Tendremos que extraer (psicología pura, obsérvese el verbo, habla como si él fuera la víctima)". "Es que yo sólo venía a mirarme", recurres en un intento por levantarte traicionado por el lumbago. "Tranquilo, será un momento", decide el docto facultativo mientras la enfermera, más versada que el gran Gaona en el arte de las banderillas, comienza a preparar una jeringa de vitorino.

Cuando sales a la calle, miras el mundo de otra manera, te reconcilias con la vida y hasta el humo de los coches parece una bendición. No sientes la mitad de la cara y crees que todos observan tu mueca congelada por el aguijón. Pero estás vivo, muy vivo: llevas la venganza ahí dentro, porque le has prometido que volverás la semana que viene para una revisión a fondo. Y tú sabes que puede esperar sentado. En su puñetero sillón, por ejemplo.