El despertador sonó a las seis de la mañana. Henry abrió los ojos. Se sintió cansado. Había pasado una mala noche. Una de esas noches que no son ni largas ni cortas sino tremendamente agitadas de cuerpo y pensamiento. Mientras se incorporaba lentamente, trataba de recordar el motivo de su agitación nocturna. Algo tenía que hacer este día pero no recordaba qué. Se vistió deprisa. Camisa limpia, pantalón y chaqueta de toda la semana. Eligió una de las dos corbatas que tenía el nudo ya hecho. “Este domingo tengo que hacer el nudo a las otras cinco corbatas”- pensó-. Desayunó un café y unas galletas. Antes de salir de casa miró a su alrededor y musitó: “algo tenía que hacer hoy”.

Subió a su coche y cruzó la agónica ciudad hasta llegar a la oficina. Entró en ella pasadas las ocho. El jefe le dirigió una displicente mirada. En la sala de reuniones les largó el discurso de siempre:

--Las ventas no van bien y el producto es muy bueno. Por lo tanto, son ustedes los que fallan. Hay que explicar mejor el producto, aprovecharse de los ignorantes y sobre todo… sobre todo, ser agresivos en el cierre. No importa si la gente lo necesita, lo importante es que lo compren. A nuestro producto debemos añadirle todas las excelencias del mundo.

--Y ¿si no posee tantas excelencias? - se atrevió a preguntar Henry.

--Las posee, las posee -contestó su jefe. Nuestro producto lo posee todo. Sin embargo a usted le falta carácter, mala leche, agresividad. ¿Cuántos años tiene usted, Henry?

--Cincuenta y seis -contestó Henry.

--Si actuara con más agresividad -continuó su jefe- estaría usted forrado.

--Ya -dijo Henry.

--Quizás si el domingo usted y yo saliéramos juntos a vender aprendería algo de mí.

--Es que el domingo… -se quejó Henry.

--¡Ah!, ¡es verdad! -exclamó el jefe. El domingo lo quiere para descansar. Pero recuerde Henry que hay que mejorar, hay que mejorar.

Durante la mañana Henry ofreció el producto en pequeños comercios, bancos y grandes empresas. Las casas particulares, la temida “puerta fría” -lo que más detestaba- quedaban para la tarde, cuando la gente va regresando a sus hogares. A las dos y media hizo un parón para comer. Frente a su bocadillo y a su cerveza siguió devanándose los sesos “algo tenía que hacer hoy, pero no lo recuerdo”. “Quizás -seguía pensando Henry- si hubiera tenido suerte en el amor, ahora estaría casado y mi mujer me lo habría recordado esta mañana.”

Siguió trabajando por la tarde. Unas cuantas visitas, unos cuantos portazos. Parada en un bar a tomar café. “Pero… ¿qué tenía que hacer hoy?” Dos horas más de trabajo. Regreso a la oficina con el muestrario y un par de contratos.

--¡Hasta mañana, jefe!

--¡Hasta mañana, Henry!

Son las diez de la noche. Henry en mitad del atasco en la ciudad sin noche no consigue recordar.

Llega a su casa. Se sirve un vaso de leche y se acomoda en un sillón del salón. Permanece unos instantes con los ojos cerrados. Al abrirlos se muestra ante él su pequeña pero repleta biblioteca. Llena de libros que hablan de historia, de viajes, de sueños… ¡Joder! -exclama Henry-. “Ahora recuerdo lo que tenía que hacer: ¡Disfrutar de la vida!”