Vamos quemando etapas a golpe de sobresalto y velocidad vertiginosa. Acabamos de salir de la gripe invernal y entramos en las alergias, pero hay otros episodios de terrorismo insalubre que ardieron en la hoguera de la sinmemoria. ¿Alguien se acuerda de las vacas locas?

Hubo un tiempo, y no hace mucho, en el que los niños de las ciudades no conocían otras vacas que las de Navidad, Semana Santa y verano. Sabían, eso sí, de otras que pastaban en los prados y eran las madres de todas las leches, y las imaginaban portadoras de unos botones -en los bajos- donde cualquiera podía elegir entre desnatada, descremada, pasteurizada y otras adas sin cuento.

Eran chicos urbanitas, para quienes la eclosión mediática de las vacas locas les despertó del sueño aséptico del tetrabrik y empezaron a entender que aquellos cuadrúpedos no comían césped, sino hierba, además de otros mejunjes inventados por el hombre, origen precisamente de ser candidatas a la camisa de fuerza.

Aquel brusco acercamiento a la naturaleza del corral -y del estiércol del negocio- vino aparejado de restricciones y, de hecho, fue como volver a recuperar, en parte, el viejo eje del mal que -decían en tiempos de rigideces- nos pierde a todos desde mucho antes de que el puritanismo descubriera a los enemigos de la civilización y de los imperios, es decir, el pecador triedro de mundo, demonio y carne.

Los ríos se volvieron de tinta, brotaron especialistas en la materia, surgieron exorcistas vacunos, se adivinaron mortandades sin fin, se apagaron los fogones de los asadores y a punto estuvieron de prohibir canciones alusivas, como Tengo una vaca lechera u otras de corte popular.

La familia bovina cayó en picado y ni siquiera el aspecto lúdico quedó libre de la pandemia. Eran de imaginar los pueblos en fiestas sin tótem cornudo, todos ellos aburridos y teniendo que recurrir a insulsos guiños culturales para rellenar los programas: reapertura urgente de bibliotecas, entremeses (de teatro, claro), charlas sobre medio ambiente, conferencias de radicales nacionalistas... un asco de fiestas, vaya.

Pero, ¿qué fue de aquel tinglado de las vacas locas que nos dejó huérfanos de proteínas? ¿Adónde se fue el miedo a tornarnos majaras o derivar en mojama por la ingesta del chuletón? ¿Ya no hay memoria del hueso maligno?, ¿de la sopa ministerial aconsejada por aquella dama con cartera? Hoy, las carnicerías siguen su curso normal, como si aquella avalancha hubiera sido una pesadilla o la trama urdida por un contubernio de veganos.com. Seguramente, alguna industria se fue al traste cuando ya diseñaba chuletas de tofu.

En plena alarma se habló de una inversión alargada en el tiempo para recuperar el hábito de trasegar vacuno. Y no. Las vacas locas no son ya ni noticias breves porque, cual milagro de establo, todas recuperaron la cordura. ¿Fue así? ¿O tal vez vivimos una ilusión y a estas alturas estamos contagiados? Viendo cómo va el mundo, quizá hayamos heredado el espíritu de los cencerros, y de ahí que nos veamos cuerdos de remate porque todos estamos orates perdidos.

Inventamos los MER, los piensos manipulados, las chekas-corral... y luego llamamos locas a las vacas, cochinos a los cerdos y rameras a las gallinas... Somos geniales animales.