Nunca nadie dio tanto por tan poco dinero: números musicales, romances apasionados, catástrofes naturales, mensajes mesiánicos... Este pasado mes de febrero el Aula de Cine de la Universidad de Zaragoza, coordinada con exquisito gusto por Luis Antonio Alarcón, ha dedicado un ciclo a la guionista Anita Loos. Esta escritora estadounidense, que alcanzó fama mundial en los años 20 del pasado siglo con su novela Los caballeros las prefieren rubias, luego llevada al cine con tremendo éxito, desarrolló una intensa carrera cinematográfica. Entre las películas que se han proyectado (con entrada gratuita, de ahí nuestra primera aseveración) ha estado San Francisco (1936), un filme que ríase usted de las grandes superproducciones actuales.

Atención a la sinopsis de San Francisco, dirigida por W. S. Van Dyke: Clark Gable da vida a un galán, algo truhán pero en el fondo buen tipo, que dirige un club de variedades en San Francisco. A su puerta llama a pedir trabajo una inocente cantante (Jeanette MacDonald), cuya voz pronto levantará pasiones en toda la ciudad. Entre ellos, cómo no, surge una irrefrenable atracción. Ya tenemos aquí el romance y el musical. Entonces, como la acción se sitúa en 1906 y la ciudad es un nido de pecadores de la pradera, cae sobre ella el castigo divino, materializado en un meneo de la falla de San Andrés. El terremoto hace temblar al espectador en su butaca, con unas escenas que ni el mejor CGI de Marvel Studios puede hoy emular. Al final, y tras un purificador incendio, los descarriados ven la luz. En total, 115 minutos de metraje que rezuma pura idiosincrasia estadounidense.

En este mismo ciclo se han podido ver otras cintas como La pelirroja (1932), una sensual intriga previa a los códigos de censura que vetaron tanto el erotismo como la impunidad del crimen, o De corazón a corazón (1941), un emotivo melodrama que recrea la vida de Edna Gladney, la impulsora de la protección a los huérfanos en Estados Unidos. Ambas, más que notables.

Así que uno se pregunta: ¿Quién era esta Anita Loos, que tanto talento atesoraba y que tantos palos tocaba con acierto? Y lo que descubre es que su vida da también para una película. Su padre fue un empresario de la prensa sensacionalista que, aficionado a la botella y a la francachela, se llevaba a la niña de acompañante en sus incursiones a los bajos fondos de San Francisco. Más tarde, ya decidida a dedicarse a la escritura, empezaría a trabajar para Hollywood. Primero, fichada por la productora Triangle Film Corporation, en 1915, con un salario de 75 dólares a la semana; luego -y en una emocionante elipsis en nuestro relato-, ya en 1932, para la Metro Golwyng Mayer, por 1.000 dólares semanales. Su primer trabajo para esta compañía fue precisamente La pelirroja, al rescate de un libreto en el que estaba trabajando, sin suerte, el mismísimo Scott Fitzgerald. En 1936 firmó con la United Artist por 5.000 dólares a la semana, con la misión de seguir salvando guiones que otros daban por perdidos; aún estaba la tinta de la rubrica fresca y ya se estaba arrepintiendo de aceptar semejante marrón.

Anita Loos y su segundo marido, John Emerson.

En esos años, Loos llevó una vida bohemia, rodeada de algunas de las principales figuras culturales de su época, que se rendían ante su ingenio. Sin embargo, algo enturbiaba su felicidad. Su segundo marido, John Emerson, fue una auténtica catástrofe para ella, tanto en lo personal como en lo profesional: no solo lastraba su carrera, sino que se atribuyó la co-autoría de muchos de los guiones que Loos sacaba adelante prácticamente en solitario. Sin embargo, lo que verdaderamente decepcionó a Loos de su relación con Emerson fue que, amante como ella era de la inteligencia, él no estuviera a su altura intelectual. Con todo, sacaría una lección: todos los periodistas, críticos y escritores a los que admiraba, a la hora de la verdad, no se decantaban por las mujeres más listas de su círculo, sino por las más guapas y complacientes.

De aquel sinsabor sacó un libro, Los caballeros las prefieren rubias -con segunda parte: Pero se casan con las morenas-, y... ¿Quién recuerda hoy a John Emerson? En los títulos de crédito de aquellas grandes películas de los años 30 y 40, aparece destacado el nombre de aquella niña que deambulaba por el puerto de San Francisco de la mano de un padre pendenciero: Anita Loos.