En 1943, cuando tenía 13 años, la enfermedad obligó a Antonio Saura a permanecer en cama hasta 1947. Tiempo de aislamiento que, desde la distancia, suscitó la nostalgia del artista pues durante aquel largo encierro dispuso de todo el tiempo para leer libros y revistas, ver y recortar imágenes, y escuchar la radio. Cuando por fin pudo salir a la calle, después de casi cinco años, Saura pudo sentirse como el joven Henri Klotz, cuya historia cuenta Ramón Gómez de la Serna al final del capítulo dedicado al Suprarrealismo de su libro Ismos, que marcó la vida de Saura desde que su madre se lo regalara en la navidad de 1947: «Recuerdo aquella noche como una de las más excitantes y luminosas de mi vida». La historia de los libros felices, escribió Antonio Saura, camina entrelazada con los momentos inolvidables del pasado. Cada libro fundamental es «un marcador de la vida». Ismos lo fue. No cuesta imaginar el alborozo del adolescente Saura mientras leía la historia de la familia Klotz, cuyo hijo Henri no se resignaba a una vida de encierro y repetición, tal era su urgencia por gritar airado, como si esa fuera la única manera de vivir. «Soy surrealista» le confesó a su padre. «¡Un surrealista! ¿Y te atreves a confesarlo?». «¡Con toda el alma y ante el Tribunal Supremo; porque por surrealista, soy capaz de ir a la cárcel y al patíbulo!». Henry Klotz sabía qué era ser surrealista: «Es el espíritu de la revolución permanente, que no se deja engañar por ninguna política, que propugna un más allá de programas desconocidos». Henry, escribe Ramón, «tenía mañanas tristes y mañanas radiantes. Su balcón estaba unas veces hundido y otras sobrenadaba en cielos altos»; y una mañana, al asomarse al cielo de París, vio un día alegre, «y sintió la fluxión rebelde de la alegría, lo contrario de la tos en un sentido feliz». Aquel día iba a ser un gran día de rebeldías. Henry había pensado una genialidad surrealista, que animo a leer. El día en que Saura abandonó los «vendajes de las sábanas» -otra afortunada expresión de Ramón-, y salió a la calle, pudo sentirse como Henry Klotz, pero el cielo de París no era el de Madrid. Bien lo supo. El color gris paralizó repentinamente el ritmo de la música de jazz que le había acompañado en su soledad, y apagó la vitalidad de las obras de Miró, Klee, Mondrian, Picasso... que conocía a través de reproducciones. Solo cabía pensar una genialidad surrealista, porque Antonio Saura era un surrealista. Así se presentó.

'El jardín de las Cinco Lunas', 1950.

‘Constelaciones’ y ‘Paisajes’

En 1947 Antonio Saura comenzó a pintar formas de intervención sobre la realidad, de modo más consciente a como lo había hecho hasta entonces. Su primer cuadro fue la reproducción de un sueño: una pirámide de piedra sobre el mar, le contó a Cirlot. Siguieron obras de pequeñas dimensiones, de carácter experimental y absoluta libertad de concepción, en las que el vacío ocupó especial protagonismo por ser el escenario de un universo biomórfico poblado de signos inestables y de formas en constante proliferación. Agrupó las obras, de títulos enigmáticos, en dos series: 'Constelaciones y Paisajes' que, en mayo de 1950, presentó en la sala Libros de Zaragoza, a propuesta de Federico Torralba y patrocinada por la Delegación de Cultura. Desde que en 1947 salió de su encierro, Saura siempre supo dónde dirigirse. El domicilio del profesor Torralba en Zaragoza se convirtió en destino obligado hasta el fallecimiento del artista, en 1998. Las conversaciones sobre arte moderno con don Federico y los miembros del Grupo Pórtico, y la consulta de su valiosa biblioteca donde Saura tuvo acceso a revistas como 'Cahiers d’Art' o 'Minotaure', y al libro Voir de Paul Éluard, que le fascinó, fortalecieron una relación de estrecha complicidad que se manifestó en el apoyo decidido de Torralba a su pintura. En aquella exposición, Saura presentó veinticuatro obras realizadas entre 1949 y 1950; entre ellas: 'Horóscopo', 'El marqués de Sade y una adolescente', 'Columna de silencio', 'La habitación mágica' o 'La sombra del alma'. Con motivo de la que fue su primera exposición individual, Saura escribió la 'Carta a los visitantes de esta exposición' en la que mostraba su propósito de representar la inquietud artística de los jóvenes de posguerra con una selección de obras cuya variedad era la expresión de su «ferviente deseo de poder realizar definitivamente algo realmente valioso, unido, entero». Y, a continuación, ofrecía un recorrido por su breve trayectoria desde sus primeros dibujos fantásticos y composiciones cubistas, fechados en torno a 1945, hasta su primera pintura «francamente surrealista» de 1947. En 1950, y entre los miles de caminos a explorar, su tarea se concentraba en tres únicas tendencias: Irismo... que es mi alegría; Piedrismo... que es mi pureza; y Mi interpretación del surrrealismo... que es mi angustia. Como despedida, Saura solicitó en su texto: «No olvidéis nunca mi nombre».

Las críticas

Llegó la crítica. A Luis Torres ('Heraldo de Aragón', 19 octubre) le desconcertaron tantos ismos y sentenció: «Saura sigue, como vemos, los caminos abstractos de la pintura. Sus cuadros merecen toda una explicación, para que muchos visitantes no los confundan con simples camelos; porque hay en estos desahogos pictóricos mucha más literatura que verdadero plasticismo». No quiso quitarle la ilusión de representar la inquietud de los más jóvenes, pues quizás, escribió con sorna, «le esté reservado un futuro triunfal». Y, sin pretenderlo, acertó. Al día siguiente, Jorge del Río Sanz publicó en 'Amanecer' un amplio comentario que ha pasado inadvertido en la mayoría de publicaciones entre las que el catálogo de la exposición 'El jardín de las cinco lunas. Antonio Saura surrealista' (1948-1956) (Museo de Teruel, 1994), a cargo de Emmanuel Guigon, es referencia indiscutible. Tras leer el texto de Saura, Del Río Sanz concluyó que el artista sabía lo que quería y le agradecía haber compartido el camino que tan «trabajosamente» había seguido, para concluir que «si en el principio era el verbo, Saura ha comprendido qué precisa es la palabra para dar expresión a la forma cuando la forma, solo por sí -y por la costumbre- no aparece suficientemente clara para ser por todos comprendida». Hasta el 29 de octubre no dieron los Albareda, en 'El Noticiero', muestra de su ignorancia.

En abril de 1952, Antonio Saura volvió a exponer en Libros con el artista cubano Servando Cabrera Moreno. Saura presentó nueve pinturas y Cabrera Moreno seis gouaches. La reseña de 'Heraldo de Aragón' vinculaba la obra de Cabrera Moreno con la de Miró y Goeritz y las «narraciones oníricas» de Saura con el universo de El Bosco. Advertía el comentarista, presumiblemente Luis Torres: «no nos cuesta afirmar que uno y otro demuestran posibilidades enormes para producir extraños cuadros capaces de hacernos salir de la mencionada exposición con un vago y seguro dolor en el corazón y en el sombrero, dos cosas que la mayoría de la gente lleva sin darse cuenta, aun dentro de las exposiciones de pintura moderna». H