En 1984, año de reminiscencias orwellianas, el famoso animador y director Hayao Miyazaki estrenaba en los cines una película que iba a hacer historia: Nausicaä del Valle del Viento, la que habría de ser la obra fundacional del aclamado Studio Ghibli, productor de otras cintas memorables como El viaje de Chihiro o La princesa Mononoke. Hace 35 años que llegó a los cines Nausicaä..., una contundente advertencia sobre el desastre medioambiental, y revisitarla hoy avergüenza: seguimos caminando con alegría hacia el apocalipsis.

Antes que película, Nausicaä... fue un manga, ya que Miyazaki la lanzó primero como cómic en 1982, si bien no sería hasta 1994 cuando terminaría esta versión en viñetas, que finalmente tuvo significativas diferencias respecto al filme. La edición en seis tomos de este manga es fácil de encontrar en las bibliotecas públicas, y merece mucho la pena su lectura, tanto por su argumento (complejo, para qué negarlo) como por su fabuloso despliegue gráfico.

La historia de Nausicaä... se sitúa en el futuro, 1.000 años después de la Guerra de los 7 días de Fuego, así llamada porque se lanzaron tantos proyectiles que todas las ciudades y la tecnología desarrollada hasta entonces por la humanidad quedaron destruidas. En realidad, esa hecatombe fue solo la puntilla de un proceso de degradación iniciado antes, con la industrialización salvaje y la consecuente polución atmosférica, que a su vez generó mutaciones en los seres vivos.

Un milenio después, la humanidad sigue sin aprender y se encamina a una nueva guerra. En ella, como princesa del Valle del Viento, va a participar la joven Nausicaä (cuyo nombre manifiesta su inspiración mitológica). Esta heroína en nada se parece a sus homólogas de Disney: es justa y bondadosa, sí, pero dispara al enemigo cuando la batalla lo exige. No lo hace con crueldad, sino con sufrimiento por cada vida que sesga, sea humana, animal o vegetal. Nausicaä, además de guerrera, es científica y posee el don de comunicarse con la Naturaleza. Sin embargo, he aquí la lección, lo importante no comprender lo que dicen las plantas o los insectos, sino escucharlos. ¿Podrá nacer de este entendimiento un nuevo mundo donde el aire vuelva a ser puro?

En este argumento resuenan ecos atómicos de la Guerra Fría y una visionaria adopción del discurso ecologista. Sobre esto, merece la pena hacer algo de memoria y recordar cómo durante las últimas cuatro décadas hay quien se ha empeñado en negar la evidencia. Sin ir más lejos, en 2007 Mariano Rajoy decía que no creía en el cambio climático porque un primo suyo, catedrático de Física de la Universidad de Sevilla, le había dicho que no era posible predecir "ni el tiempo que va a hacer mañana en Sevilla".

Hoy, Donald Trump está a la vanguardia del negacionismo. No es algo nuevo en su partido. La película El vicio del poder (Adam McKay, 2018) muestra cómo la administración de Ronald Reagan se encargó de desmantelar las políticas medioambientales de Jimmy Carter (otrora ridiculizado, hoy referente). Allí estaba Dick Cheney, luego vicepresidente de Bush Jr., cuyos asesores se sacaron de la manga una engañifa conceptual: en lugar de llamarlo "calentamiento global", expresión que generaba miedo, iban a hablar de "cambio climático". El marco mental ya no era "Miami quedará sumergida bajo las aguas" sino "en unos años en Nueva York nos tomaremos daikiris en las terrazas como en Florida". Todo bien.

Y mientras unos continúan negando, Nausicaä lleva años advirtiendo a quien la quiera oír: "¡Caminamos directos hacia una catástrofe general y nadie lo ve!".