“Pido a los dioses tener éxito y conseguir lo que hemos planeado”, confiesa Praxágora a sus compañeras, cuando todavía no se han terminado de colocar las barbas postizas y la ropa de sus maridos, que han sacado de sus casas en mitad de la noche. “Sufro y llevo con pesar la podredumbre de las cosas de la ciudad. Porque veo que sus políticos son siempre detestables, y si uno por un día se hace bueno, otros diez días se hace malo. Das el poder a otro: hace aún cosas peores”.

Este pesimismo rotundo en relación a la negligencia de los políticos, tan universal y común a todas las épocas, debemos sin embargo enmarcarlo en la famosa comedia de Aristófanes dentro del contexto de crisis económica profunda que la polis ateniense estaba sufriendo tras su derrota militar contra los espartanos en la guerra del Peloponeso (404 a.C.). Fue aquel ambiente de desconcierto característico lo que forzó a los personajes femeninos de la obra a actuar, de manera colectiva y organizada, para lograr hacerse con el control de la asamblea de la ciudad -la Ekklesía- y modificar así todo el sistema de gobierno desde sus cimientos; y dado que esa asamblea solamente permitía el acceso a los hombres, las protagonistas de la obra se vieron obligadas a salir de sus viviendas disfrazadas con grandes túnicas varoniles, llevando pesados bastones en las manos y sandalias laconias con correas que les subían por las pantorrillas. Una de aquellas mujeres, de hecho, acaba confesando que durante un tiempo tomó la práctica de exponerse al sol del patio con el fin de broncear su piel, de forma que finalmente su aspecto se pareciese más al de un hombre (muy habituado al trato en el espacio público) que al de una mujer (por definición confinada al habitáculo doméstico).

A lo largo de toda la obra queda especialmente claro que una parte fundamental de su interés radica en el planteamiento imposible, y por tanto extravagante y ridículo, de que el género femenino adoptase en la sociedad clásica las funciones que hasta entonces habían sido asociadas a la masculinidad. No obstante, esta original propuesta de “inversión de los papeles” no queda solamente en las bromas más o menos superficiales que a cada momento salen a la luz cuando una chica con barba tiene que imitar los ásperos movimientos del hombre, o cuando este, al no encontrar su ropa encima de las sábanas, tiene que ponerse la de su mujer y salir así a la calle. Lo que subyace por debajo de todos estos tópicos es la voluntad de romper con las prácticas anteriores y de confiar en postulados políticos aún desconocidos pero en cualquier caso mucho más prometedores. “No tengas miedo a las revoluciones, porque en esto antes que en cosa alguna consiste nuestro régimen, y en olvidar lo antiguo”.

El nuevo gobierno liderado por Praxágora renuncia por ley a la propiedad privada y se adentra de lleno en el comunismo. “Todos deben tener todo en común, participando en todo, y vivir de lo mismo y no que uno sea rico y otro pobre, y uno tenga muchas tierras y otro ni para que lo entierren, ni que uno tenga muchísimos esclavos y otro ni un servidor”. Los antiguos tribunales y sus grandes pórticos se transforman de repente en comedores populares; en sus tribunas, donde antes los oradores proclamaban sus inservibles discursos, ahora se colocarán las cráteras y los cántaros, y los niños podrán subirse allí a cantar canciones. Cada noche, junto a la estatua de Harmodio en el ágora, que había servido siempre para colgar las listas de los jurados, se hará un sorteo para que cada ciudadano sepa lo que le ha tocado cenar y el lugar al que tiene que ir para comer. Los juicios a los criminales quedarán abolidos; no habrá proceso judicial ni tampoco penas duras ni destierros, pero todo el que delinca perderá su derecho a comer “la galleta de cebada de que viven: cuando a uno se la quiten no va a insolentarse fácilmente, si le castigan en su estómago”. Desaparecerá igualmente el espacio privado. Las personas no tendrán ya casas particulares porque esa práctica alimenta la codicia y la envidia. Se tirarán por tanto todos los tabiques de la ciudad y se hará una “casa única” para todos. La vida familiar quedará trastocada; no habrá restricciones sexuales, todos los hombres podrán acostarse con la mujer que deseen, y las mujeres harán lo propio con los hombres, aunque teniendo en cuenta que siempre que alguien quiera tener relaciones sexuales con una persona joven y bella, antes deberá dar placer a otra vieja y fea. De esa manera, todos podrán disfrutar de los placeres de la vida en igual grado, y contarán con los mismos derechos para procrear.

“¡Oh, ciudadanos todos! Ahora es así la cosa, corred, venid junto a la generala para que seáis sorteados y la fortuna os indique a cada uno dónde cenar. Porque las mesas ya están llenas de toda clase de delicias, están ya abastecidas; y los lechos, junto a ellas, están llenos de pellejas de cabra y de alfombras. Están mezclando el vino y las perfumistas están allí de pie, todas en fila. Fríen el pescado, ensartan las liebres en brochetas, cuecen pasteles, trenzan coronas, tuestan aperitivos, las más jóvenes cuecen pucheros de puré. Y entre ellas Esmeo, con su vestido de jinete, va limpiando las escudillas de las mujeres”.

Aristófanes estrenó La asamblea de mujeres en el año 391 a.C. Actualmente no sabemos si en su tiempo tuvo mucho éxito o no. En cualquier caso, lo que no se puede discutir es que la obra presentaba cambios evidentes, tanto formales como estilísticos, con respecto a las representaciones más típicas de su género. Ni siquiera podemos aplicar aquí los aspectos definitorios que Aristóteles atribuía a la comedia en su Poética cuando aseguraba que era esta solamente una “imitación de personas de baja estofa”, y que “lo cómico es un defecto y una fealdad que no contiene ni dolor ni daño, del mismo modo que la máscara cómica es algo feo y deforme, pero sin dolor”. De todas formas, detrás de la genialidad de Aristófanes existen precedentes notables que no deben olvidarse. El helenista Francisco Rodríguez Adrados ve en esta obra algo de las teorías reformistas de Faleas y posiblemente de Protágoras, y recuerda que la comedia Tyrannis de Ferécrates pudo ser un antecedente. Los retruécanos gubernativos a los que da lugar esta peculiar sociedad feminista suenan asimismo similares a algunas cuestiones desarrolladas por Platón -en este caso sin el tono burlesco- en La República. Por último, el mismo Aristófanes había sacado previamente a la luz otra comedia de tema análogo en el 411 a.C. -Las Tesmoforias-, justo durante la revolución oligárquica que daría lugar al gobierno de Los Cuatrocientos. Aquí, las mujeres atenienses traman una protesta en respuesta a los clichés denigrantes que pesan sobre ellas en las obras teatrales que escriben los autores masculinos, y reivindican tener un reflejo en la ficción más ajustado a la realidad.