El 2018 ha sido un buen año para las mujeres; pocos momentos de efusión colectiva he vivido más hermosos que el pasado 8 de marzo. Nunca me he considerado amiga de gregarismos ni de sentirme parte de multitudes, pero aquélla fue una comunión con la que me enorgulleció anegar las calles de Madrid. Unirme a un grito que no era sino una fiesta que querías celebrar hasta ensordecer al mundo.

Por eso, qué mejor que arrimar el hombro para que siga la racha en este 2019, dedicando el primer cuento pendiente del año (humildísima aportación la mía, pero es lo que hay) a una palabra que la RAE acaba de incorporar a su acervo. Sororidad. En sus dos primeras acepciones la define como 1. “Amistad o afecto entre mujeres”, y 2. “Relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento”. No pueden extrañar estos significados cuando su raíz primigenia es el término latino soror-oris, es decir, “hermana carnal”.

Tomando partido en el eterno debate sobre si la magna institución, al dar o no carta de naturaleza a nuevos vocablos, se anquilosa o se precipita, me mojo y me chipio (ahí queda ese aragonesismo bonito) en el caso de la sororidad. Me parece una acertada adquisición para nuestra lengua, aparte de porque etimológicamente le veo todo el sentido, por la necesidad de una palabra con la que nombrar (primer paso para reconocer que existe) una realidad que también hace falta.

Y es que, no hay derrota más dolorosa para una feminista que encontrarse a una mujer que dice no serlo. A mí no puede dejar de causarme estupor y una pena que escuece. Porque por boca de ese repudio sólo puede hablar, o el masoquismo, o el desconocimiento de lo que implica proclamarse como tal. Una confusión que quizás no ha convenido aclarar por la inexpugnable maraña de intereses que se ha creado y tupido a lo largo de los siglos y que, de desenredarse, provocaría que a muchos, oh pobres príncipes destronados, se les acabase el chollo. Normal, por tanto, que pataleen, desacrediten, ridiculicen, bufen y porfíen por que los conceptos sigan tergiversados y nosotras, sin ponernos de acuerdo.

Pero si llegas a entender que el feminismo consiste en aspirar a la plena igualdad entre ambos sexos, a que allá donde no juzguen a un hombre por lo que le cuelga entre las piernas tampoco censuren a una mujer basándose en lo que tiene entre las suyas, a que se les brinden las mismas oportunidades a los dos, y a que sean libres en idéntica medida y rasero… bueno, si eres mujer y, comprendiendo esto, decides que no te representa, entonces la que no lo comprende soy yo.

También cabe la posibilidad de que, aun compartiéndolo, no lo reivindiques. Resulta lícito, claro, pero los derechos cuesta un potosí ganarlos y poquísimo perderlos. Para que se esfumen no hay camino más corto que no ejercerlos. Que hoy podamos votar, tener propiedades, estudiar, trabajar y disponer de nuestro cuerpo como nos plazca se lo debemos a aquéllas que, en el pasado, se han batido el cobre y desgarrado el alma a tiras para conseguirlo. Dado que millones de mujeres en todo el mundo aún no lo disfrutan, de bien nacidas es agradecérselo. Sin embargo, no pensemos que ya está todo hecho, que nos lo han dejado al puntito de nieve, y que llegó la sacrosanta hora de tirarse a la bartola. A veces, cuando se ha avanzado mucho y rápido en la conquista de un ideal, cuesta más detectar los flecos sueltos. Ésos que, si no se rematan, podrían acabar deshilachando el telar entero. Y más uno en el que, no nos engañemos, queda tela de sobra por cortar.

Así pues, mejor no atiborrarse en la marmita de la autocomplacencia, y, este 2019, continuar en la brecha. Con sororidad. Con las de antes, las que vendrán, y con las que somos. Las mujeres tenemos la demografía, el talento y la historia de nuestra parte, pero seguimos necesitando lo más importante. Tu mano, hermana.