Conocí a Cowboy en el colegio y enseguida me cayó bien. Me gustaba su apodo. Era alto, fuerte, con una cara redonda y afable. Habría de pasar bastante tiempo hasta que me enteré de su verdadero nombre: Sandro. Rondábamos los quince años y Cowboy venía de vez en cuando al bar donde solíamos tomar las primeras cervezas. Siempre me pareció un chaval simpático y muy inteligente. Era de otra pandilla, así que, en unos años le perdí la pista. Por amigos comunes supe que había caído en el alcohol y las drogas y que, finalmente, había sido internado en un psiquiátrico. Comenzó entonces su gran batalla. Angustia, soledad, desamparo. Sufrir, sufrir y sufrir. Después, sobrevivir. Una embolia pulmonar casi lo mata. No pudo con él.

Han pasado más de veinte años y Sandro sigue allí. Ha ganado. Es de los pocos que ha ganado. Es un hombre nuevo y está a punto de salir definitivamente del centro. De momento va saliendo los fines de semana y los festivos. Tardó en querer verme pues yo no era más que un antiguo compañero de colegio y de algunas juergas. Actualmente quedamos un par de veces al mes junto con un par de amigos comunes. Lo veo contento; disfrutando de las pequeñas cosas de la vida. Apenas habla de su infierno personal, de los duros años, de la todavía desesperante espera. Casi siempre habla en positivo. No le oigo ni una queja. Sin embargo, hace unos días nos dijo lo siguiente: “Durante todos estos años he recordado, una y otra vez, la frase de mi madre al poco de mi ingreso en el centro: “Hijo mío, saldrás de aquí, y cuando lo hagas, recuerda que deberás hacerlo con la cabeza bien alta.” Ahora, sin embargo -añadió Cowboy- siento vergüenza. La gente… la gente me mira mal, yo creo que algunos se ríen de mí, otros no se fían ni un pelo, muchos me miran por encima del hombro…” Y Sandro duda. Duda de su triunfo.

No debería el hombre actual rendir pleitesía ni tomar como ejemplo a la gente de éxito, a los triunfadores; ni actores, ni cantantes, ni deportistas, ni grandes empresarios, ni banqueros, ni gobernantes. Debería tan solo admirar a las personas que dedican su vida a los demás y a los luchadores. Bueno, no a los luchadores sin escrúpulos en busca de fama, poder o dinero, sino a los luchadores en las sombras, en el silencio, en la más absoluta soledad. A aquellos de los que se ríen, de los que desconfían siempre, a los que niegan cualquier esperanza. Porque… porque se han levantado mil veces; han ganado y perdido cientos de luchas internas; han soltado el agudo y doloroso alarido interno, el del desesperado, el lanzado desde la impotencia de no saber o de no poder hacer nada más; han roto mil paredes con sus puños lacerados y humedecidos en lágrimas.

Quiero a Sandro por su combate silencioso; por la inocencia de su mirada al hablarme de su temor y de su vergüenza; por la ternura infantil de su voz débil y quebrada por el agotamiento de la encarnizada lucha; por su renovada ilusión por el deporte (por practicarlo y por verlo); por buscar a sus amigos de infancia y participar en los dorados juegos de la memoria.

Admiro a Sandro porque ha logrado la victoria. ¿Quién de nosotros puede presumir de triunfo semejante? ¿Hemos logrado siquiera abatir a nuestro enemigo interno media docena de veces? No, Sandro. La cabeza bien alta, como te dijo tu madre. No lo dudes. Y si alguien te trata con desprecio, con suficiencia, con fariseísmo, mírale fijamente a los ojos y siente lástima por él. Muy probablemente le espera una sonora bofetada a la vuelta de la esquina de la vida.