Sí, soy un auténtico chapuzas. Quien me conoce lo sabe bien. Al principio suelen decir que es porque no pongo interés en las cosas. Luego se dan cuenta de que si lo pongo puede ser mucho peor. Si intento abrir un tetrabrik (especialmente si es de tomate frito), una lata de mejillones en escabeche o un blíster de pilas, es muy recomendable que no haya nadie a mi alrededor pues los resultados suelen ser nefastos. No digamos ya cualquier envase que lleve la inscripción “Abre fácil”, simpático eufemismo de “Has caído en la trampa, majadero”. Claramente llevo el estigma del Coyote, contumaz perseguidor del Correcaminos; de Silvestre, que hace lo propio con Piolín; de Peter Sellers, intentando recuperar su zapato en El guateque. Mis resultados son los mismos. Tal vez, sólo me supere mi hermano Antonio que, en su segundo día de clase de Pretecnología, se agujereó el dedo gordo de la mano izquierda con el taladro del taller. Nunca se supo que quiso demostrar.

Mi padre es un hombre muy serio. Tanto que asusta. Sólo recuerdo verle reír hasta que se le saltaran las lágrimas en dos ocasiones. Las dos en el mismo sitio. Sentado al borde de la cama. Las dos con la misma persona. Yo. La primera vez la recuerdo como si fuera ayer. Sostenía en su mano un dibujo mío. Yo tenía seis años y se lo acababa de entregar mientras le explicaba que era un dibujo que me habían mandado en el colegio. Lo miraba con su seriedad habitual cuando me preguntó: “Y, ¿qué se supone qué es esto?” “La última cena” -respondí yo. Entonces, primero se puso muy rojo y a continuación, estalló en carcajadas. El hombre no podía parar. Reía y reía como un poseso. Mi madre entró en la habitación muy preocupada. Ya he comentado que mi padre era un hombre muy serio. “¿Qué te pasa, Toño?” -le preguntó varias veces. Cuando el hombre se hubo recompuesto un poco, logró decirle a mi madre mientras le mostraba el dibujo: “El chaval, que ha dibujado a los apóstoles con boina”. Y siguió el pitorreo.

Muchos, muchos años después, volvió a suceder lo mismo. Otra vez sentado al borde de su cama. Eran las nueve y media de la noche. Yo acababa de regresar de Soria y le relaté la siguiente historia rigurosamente cierta.

Acababa de ser contratado por una empresa llamada Diana, S.L., dedicada a las promociones. Mi trabajo era muy sencillo si atendemos a las palabras del risueño y bisoño gerente de la empresa. A un par de meses de disputarse el Mundial de fútbol de Francia 98, los concesionarios de una importantísima marca de automóviles, llevaban días recibiendo en sus locales unas cajas con publicidad de dicho Mundial. La misión que se me encomendaba era la de confirmar que aquellas cajas habían llegado a su destino y, a continuación, en caso de que los trabajadores de los concesionarios no hubieran colocado la publicidad, encargarme yo mismo de su colocación en los lugares más visibles del local. “Peccata minuta, serán cuatro pegatinas de nada” -dijo el simpático gerente dándome una palmadita en la espalda.

Mi primera visita: Soria. Allí partí inocente y feliz pensando en pingües dividendos para tan sencillo trabajo. El autobús me dejó en el centro de Soria capital y de allí me dirigí al concesionario. Hallábase éste a las afueras y casi en pleno desierto, azotado por un viento terrible de ulular semejante al de las praderas del Oeste. Entré en aquel local enorme y espacioso y me presenté al encargado. Éste a su vez me presentó al gran jefe que, tras atenderme con mucha amabilidad, me condujo hasta las cajas que contenían la publicidad del Mundial de Francia 98, y mostró una gran satisfacción al conocer que yo iba a encargarme de colocar dicha propaganda de inmediato. Allí quedé frente a tres enormes cajas celosamente precintadas, sospechando que no iba a encontrármelas sólo rellenas de adhesivos del Mundial. Pedí un cúter y corté la cinta de carrocero de las tres.

Abrí las alas de cartón de la primera y me quedé absolutamente petrificado. La cara de un gallo me miraba insolente. Tragué saliva y pensé: “Pero, ¿qué es esto, Dios mío?”. Volqué la caja. Su contenido quedó esparcido por el suelo. Era el gallo de la selección francesa distribuido en piezas de cartón. Había que montarlo e insertarlo, a continuación, en un soporte de madera. Me aflojé el nudo de la corbata y me di ánimos pensando que claro que sería capaz de montar el gallo yo solo. He de confesarles que lo que les estoy relatando, sucedió hace tantos años, que no recuerdo muy bien como quedó la mascota de Francia 98. Como en tantas ocasiones en los trabajos que me mandaban en el colegio en Manuales, al terminarlos, les juro que siempre me sentía bastante satisfecho. No sé… imagino que la inocencia del chapuzas. Luego llegaba Paco con las rebajas, que solían ser las risas de los compañeros, los suspensos del profesor o el ataque de ira del jefe del concesionario que pagó con el pobre animal y que puso el punto y final a mi visita a la bella ciudad castellanoleonesa. Pero no quiero adelantar tan ominosos acontecimientos.

Vayamos con la segunda caja. Comprobé que las “cuatro pegatinas de nada” mencionadas por el gerente simpaticón, habíanse transformado en varios metros de alargado adhesivo anunciando el Mundial de Francia y que yo tenía que pegar en la parte superior de los cristales exteriores del concesionario. Salí, escalera en mano izquierda y tres gigantescos carteles en mano derecha. Dado su tamaño casi se me antojaba como mejor solución envolver el concesionario para regalo, pero en fin…

La pegada de carteles sí la recuerdo bien. ¡Cómo para olvidarla! El viento que soplaba en aquella inhóspita carretera dejaba al cierzo en mero estornudo de débil anciano. El primero de los adhesivos me envolvió de arriba abajo y fue de especial dificultad despegarlo de mi pelo y, sobre todo, de mis zapatos. Al estar inmovilizado como una momia, me costaba muchísimo agacharme y, les recuerdo además, que estaba en una constante y peligrosa falta de equilibrio ya que me hallaba subido a la escalera. No me abrí la cabeza de milagro y cuando pude quitarme el cartel de encima lo mandé a tomar viento muy facilitado por el ídem de la pradera soriana.

Cuando subí a intentar pegar el segundo, me percaté de que algunos trabajadores del concesionario se estaban, literalmente, doblando de risa en sus mesas, mientras que otros no salían de su asombro. Esta vez conseguí que el cartel no me envolviera pero comprobé con horror como, a medida que lo iba pegando, surgían burbujas del tamaño de huevos fritos que eran imposibles de quitar a pesar de mis sutiles puñetazos. Terminé arrancando el adhesivo y… cargándomelo, de paso.

Bien, ya solo me quedaba un tercero. Es decir, uno de tres. Tenía que pegarlo fuese como fuese. Y así fue… Un maravilloso cartel anunciador del Mundial de fútbol 98 torcido, agrietado y con más burbujas que una botella de cava.

Algo me decía que aquella pesadilla aún no había terminado. Abrí la tercera caja. “¡Santo Cielo, qué es esto!” -no pude evitar exclamar, y añadí para mis adentros: ¡Dios mío, Dios mío, pero qué te he hecho yo! Volqué la tercera caja y desparramados por el suelo, en forma de adhesivos de doble cara, aparecieron: una cabeza, una pierna, un trasero, un brazo, un pie con bota de futbolista, un balón, y caras, muchísimas caras. A punto del desmayo, acudieron en mi ayuda algunos trabajadores del concesionario y, tras un largo tiempo de debate y reflexión, ensamblando piezas aquí y allá logramos resolver el rompecabezas. ¿Saben de qué se trataba? De un futbolista haciendo una chilena. ¿Y las caras? ¿Por qué tantas caras? Era el público. ¿Qué hacer a continuación? Pues imagino que uno de los mayores desastres de la historia. Sí, sí, ya me habían informado los del concesionario que echase agua al cristal para evitar burbujas, pero yo ya no estaba en lo que había que estar, y las caras, la pierna, el balón, el trasero, se desplazaban con demasiada facilidad. Sólo quería salir de aquel infierno.

Fui a despedirme del encargado, al que creo que di tanta pena, que no hizo mención alguna de mi infausta labor. Pero, ¡joder, qué puñetera mala suerte! No me quedaban ni diez metros para llegar a la puerta de salida y aparece… ¡el jefe! Se queda largo tiempo mirando al de la chilena; no tiene necesidad alguna de salir fuera ya que, desde dentro, observa dos huecos vacíos en la parte superior de los cristales exteriores y un papelajo torcido cubriendo el otro hueco. Se dirige muy silenciosamente hacia el gallo de cartón. Lo mira un buen rato. Luego me mira a mí, y en un tono entre desconcertado y enfadado me dice: “¿Para esta chapuza te han mandado venir desde Zaragoza?” Me encojo de hombros, me giro hacia la puerta y salgo del local. En ese momento oigo un grito y veo la cabeza del gallo volar por el concesionario. Como mi profesor de Manuales, creo que el jefe también me había suspendido.

Mi padre se revuelve sentado al borde de la cama. No hace más que repetir la frase del dueño del concesionario: “¿Para hacer esta chapuza te han mandado venir desde Zaragoza?”