En estos tiempos que vivimos… sí, en los actuales, vivía una mujer de preciosos ojos marrones. Se llamaba Silvia. Silvia se casó con el fuerte y apuesto Julián. Sus tres primeros años de matrimonio fueron estupendos. Hacían muchísimos viajes y lo pasaban en grande. Todo era francamente bonito, sí señor. Ambos eran jóvenes, fuertes y guapos. Y llegaron los niños. Como no podían tenerlos, los adoptaron. Un niño y una niña. Mario y Carlota. Ambos habían sido víctimas de malos tratos en sus escasos años de vida. Que quede claro que los adoptaron los dos. Me refiero a que fueron adoptados por Julián y Silvia. Más que nada porque este pequeño detalle a Julián a veces se le olvidaba. Mientras los niños crecían, se dieron cuenta de que algo no iba bien; Mario se comportaba como un autista y Carlota presentaba un retraso intelectual bastante notable.

Desde el primer momento, la madre se volcó en ellos. Lo primero que hizo fue renunciar a la jornada de tarde en su trabajo. De esta manera, podía atender a los niños desde el momento en que estos salían de sus respectivos centros. Lo hizo porque amaba a sus hijos por encima de todo. Pero he de decirles que aquella renuncia fue muy dura para ella. El suyo no era un trabajo cualquiera. Era un trabajo creativo y hermoso. Su padre le había dejado una librería de libros antiguos con un enorme almacén en la parte de atrás donde Silvia se pasaba horas y horas clasificando libros y otros objetos antiguos. A las dos y media comía con sus hijos. Les dejaba descansar un rato y, a las cuatro y media, se dedicaba a ellos en cuerpo y alma. Sesiones con los psicólogos, psicomotricidad, gimnasia mental. Después… horas y horas de enseñanza para ayudarles con sus deberes terminaban por dejar a Silvia agotada y rendida al finalizar el día.

Y… ¿El padre? ¡Ah! Se me olvidaba. Siguió trabajando mañana y tarde. Comía fuera y, cuando llegaba a casa sobre las nueve, daba unos besos muy cariñosos a sus hijos -estos se ponían muy contentos porque su padre no les hacía trabajar ni esforzarse- y otro beso mucho más seco a su mujer. Cuando se acostaban y Silvia caía rendida con un libro entre sus manos, él musitaba: “De qué estará cansada si sale de trabajar a la una y media”.

Así pasaron cerca de quince años. Durante ese tiempo, la constancia, la tenacidad y, sobre todo, el amor a sus hijos, dieron sus frutos. No muchos. Pero dieron. Al chico autista se le descubrió una increíble cualidad: era un magnífico tallador de cristal. Cualquier pedazo de cristal lo transformaba en lo que quería. Silvia alentó y potenció esa cualidad, y al chaval se le veía contento trabajando el vidrio y llenando su habitación de figurillas extraordinarias. La niña, pese a su retraso, tenía una obsesión tal por las casas; por su estructura, su decoración, sus fachadas… que Silvia, no sin solventar primero unos desesperantes trámites burocráticos, había logrado que aceptaran a Carlota en una escuela de diseño donde su hija era feliz.

Pasaron cinco años más. El padre se conservaba muy bien. Silvia tenía arruguitas y, aunque sus ojos seguían siendo hermosos, habían perdido su brillo y, hacía ya un tiempo, que los había tenido que ocultar tras unas gafas. Estaba cansada, terriblemente cansada. Su amor por sus hijos continuaba intacto. Pero, al ir perdiendo fuerzas, se hacía ciertas preguntas que apenas la dejaban dormir: “¿Eran conscientes sus hijos de todo su esfuerzo?” Mario casi no mostraba sentimientos y la niña… bueno, ya no era una niña. Casi había superado su retraso y se iba a casar. Se alejaría de ella. ¿Y Julián, el marido de Silvia? Jamás mostró comprensión hacia ella. Ni un triste reconocimiento a su labor como educadora. Silvia no sabía si su vida tenía algún sentido. Estaba triste y, muchas veces, lloraba a escondidas.

Un día, sus hijos entraron en su habitación.

- Madre, ven con nosotros- dijo Carlota.

- ¿Adónde?- preguntó Silvia.

- Ven con nosotros al bosque que hay a las afueras de la ciudad.

- Estoy cansada, cielos- les contestó dulcemente.

Pero Mario y Carlota la tomaron cada uno por una mano y la sacaron de casa.

- Tenemos que andar un buen rato eh… ¿ya lo sabéis?- les advirtió la madre.

- Lo sabemos.

Llegaron al bosque. Caminaron y caminaron. Cuando la madre ya pensaba que se trataba de una broma, justo en el momento en que los árboles desaparecían, llegaron a un claro y, allí… ¡Cielo Santo! Se erguía un hermoso e imponente palacio de cristal en cuya fachada danzaban bellos y luminosos colores pincelados por los rayos del sol. Silvia se quedó sin habla. Sus ojos recuperaron su espléndido brillo y hasta las arruguitas no se le notaban.

-Madre- dijo Carlota. Hemos construido este palacio de cristal para ti. Mario ha tallado su estructura, sus paredes, sus ventanas, sus muebles. Yo he diseñado el armazón, la fachada, las habitaciones, los muebles. Nos ha costado años construirlo. Es para ti, madre.

Silvia, con los ojos llenos de lágrimas, los abrazó y los besó montones de veces. “Entremos madre”-le dijeron. Y así lo hicieron. Describir aquel palacio es verdaderamente muy difícil. Sobre todo porque para eso hay que tener ojos de madre. De madre que lo da todo, de madre que ama sin límite, de madre que solo siente el dolor de sus hijos (jamás el propio), de madre que siempre se encuentra sola. Y yo… yo no tengo esos ojos. Sé que se instalaron en un fantástico salón en el que predominaba una mesa larguísima de fino cristal. Y que se sentaron en unas sillas de cristal en las que parecía que el leve peso de una pluma las haría añicos. Pero aguantaron su peso. Llevaban allí casi una hora charlando y riendo, cuando oyeron unos pasos y apareció el marido.

- Vi la nota que me dejasteis en la cocina diciendo que os ibais al bosque- dijo-. ¡Pero bueno! ¿Y este palacio? Es… es gracioso.

Y entonces, se sentó en una de sus sillas y… en menos de un segundo, se encontró tirado en el suelo con la cara roja de vergüenza y rodeado de trocitos de cristal, mientras Silvia y sus dos hijos se morían de risa.

FIN