Hace aproximadamente un año, mis queridos lectores, publiqué un artículo titulado 'Un chapuzas en Soria' en el que dejé reflejada mi inutilidad e ineficacia para los vulgarmente denominados “trabajos de manitas”. En él expliqué, creo que con claridad meridiana, lo increíblemente zote que puedo llegar a ser en cualquier liviana circunstancia que requiera una mínima destreza manual. Tampoco ayuda en mi torpe proceder el poseer una mente nerviosa más proclive a la ensoñación y al esparcimiento que a asimilar los sutiles entresijos del bricolaje casero. Resumiendo, soy una mezcla de Jerry Lewis, el inspector Clouseau y Cantinflas. Como dicen en ciertas zonas de Castilla, soy un auténtico gañuflo. Encargarme del montaje de una mesa de Ikea puede traer dramáticas y surrealistas consecuencias, dando como resultado la amputación de algún dedo o configurando la primera mesa de la historia que se sostiene sobre cuatro patas torcidas, gracias a unos indecentes implantes de plastilina que la fijan al suelo.

Si absolutamente verídico, a la par que vergonzoso, fue el dislate soriano, no lo es menos el que paso a relatarles. Sucedió en Épila, hará unos treinta años. Uno de los equipos de fútbol de esta localidad hallábase en una categoría de regional que hoy ya no recuerdo. La estrella del conjunto epilense era mi hermano; fichaje rutilante del verano y, magnífico goleador y genio del regate corto, venido a menos cuando decidió en su adolescencia y plenitud futbolística que le era mucho más placentero correr tras unas faldas que tras una pelota. Pero hoy nuestra historia es otra. Concretamente, la mía. Le dije a mi hermano que le hablara a su entrenador de mis cualidades futbolísticas y que, si fuera posible, me hiciese una prueba con ellos. Como nada podían negarle a la estrella del equipo, el entrenador (imagino que a regañadientes) dio su visto bueno y aceptó probarme como delantero el siguiente sábado. Vayamos a lo acontecido en tan nefasto día y en su correspondiente tumultuosa noche.

Sábado. 16:30. Mi hermano me presenta en el vestuario donde soy recibido con caras largas y miradas reprobatorias. El entrenador grita: “¡Aquí están las camisetas!” y lanza una caja de cartón al centro del vestuario. Los jugadores del equipo se lanzan a ella como lobos hambrientos y cada uno se hace con su preciada presa de color azul. Por cortesía y por ser el último en llegar, permanezco sentado en el banquillo a la espera de que acabe el festín camisetil. Entonces, me acerco a la caja y veo algo parecido a un trapo de color azulado. Lo saco y lo extiendo todo lo que puedo. Mi semblante se modifica, primero a blanco, luego a rojo. Se trata de una camiseta pequeña con un color azul mucho más claro que las del resto del equipo. La giro y observo que no tiene número. En su lugar lleva escrito lo siguiente: “Embutidos Lozano. Y a comer como un marrano.” Escucho alguna risita ahogada y, con la mirada, solicito ayuda al míster. Este se encoge de hombros y dice: “Lo siento, no había otra”. Da igual, pienso. Esto no me va a afectar. Ya veréis cuando salga al terreno de juego. El entrenador da el once titular en el que yo no estoy. No pasa nada. Ya llegará mi momento.

16:45. Tras pegar unos alaridos de ánimo, salimos corriendo del vestuario. Mientras nos dirigimos al campo voy llamando la atención; no es solo por lo que llevo impreso en mi espalda sino porque la camiseta, al quedarme pequeña, me hace un tanto gordete. Para acceder al terreno de juego hay que subir tres escalones. Tropiezo con el último y caigo de bruces sobre la hierba. Primeras carcajadas en la banda.

17:00. Comienza el encuentro. Chupo banquillo.

17:45. Descanso

18:00. Se reanuda el partido. Sigo chupando banquillo.

18:20. “¡Íñiguez, sal a calentar!”. Ha llegado mi hora

18:22. Salto al campo. Risas en la banda por mi camiseta.

18:25. Córner a nuestro favor. El extremo lo lanza hacia el punto de penalti donde me encuentro libre de marca. Me viene a la cabeza el golazo de chilena de Pelé en “Evasión o victoria” y me lanzo al aire en una extraña pirueta. Como es de esperar, el balón pasa a medio metro de mi bota, y yo me pego la gran costalada. Risas en la banda. Mi hermano oculta su rostro con la mano dejando ver entre sus dedos la punta de su nariz.

18:30. Un balón queda suelto al borde del área del equipo contrario. Corro enloquecido hacia él, sin percatarme de que un compañero de mi equipo ha pensado lo mismo que yo. Impactamos los dos a la vez contra la pelota. Esta llega mansamente al punto de penalti donde es sacada con elegancia por el líbero del conjunto rival.

18:35. Recibo la pelota de espaldas, a la altura del centro del campo. Veo por el rabillo del ojo que el lateral de mi equipo sube la banda como una flecha y se la cedo de tacón en lo que considero una magnífica asistencia. Sin embargo, cuando me giro hacia allí, no veo ni rastro del lateral y, un jugador del equipo contrario, saca de banda. No lo entiendo. Muchas risas entre los asistentes al partido. Nuestro entrenador también se cubre el rostro con la mano.

18:37. El míster me cambia. Pregunto a un compañero de banquillo por lo que sucedió en la jugada anterior. Me contesta que por aquel lateral no subía nadie, que yo, al único que vi correr como una flecha gracias a mi visión periférica, fue a otro jugador del equipo que estaba calentando en la banda porque iba a saltar al terreno de juego. Ahora soy yo el que tapo mi rostro con la mano.

18:45. Fin del partido. Comentarios jocosos en la banda: “¡Qué gran fichaje el de los embutidos!, ¡se le han debido borrar las letras tras el costalazo!, ¡el apretao tiene una gran visión de juego!”

19:45. En el autobús que nos lleva de vuelta a casa, mi hermano solo abre la boca para decirme que son las fiestas de Épila.

22:00. Tras comunicar a mis amigos lo de las fiestas, nos presentamos esa misma noche en Épila. Felices, contentos y esperanzados. A ver si por una vez nos comemos un rosco.

23:00. En uno de los bares del pueblo conozco a una chica. No es guapa pero es muy simpática.

23:45. Salgo del bar con la chica. Quiere ir a otro bar y yo, en plan “The last romantic”, le digo que sería mucho más bonito recorrer con ella la pradera epilense.

23:48. Tropezamos con mis amigos. Como no se han comido un torrao se quieren largar del pueblo. “Si no vienes ahora con nosotros tendrás que volverte en autobús.” -anuncia el que conduce el coche. Le contesto que me da igual, pensando que voy a estar el resto de la noche con la chavala. Mis amigos se alejan dando tumbos.

23:55. Mi propuesta de contemplar la pradera epilense queda en agua de borrajas. Entramos en otro bar. Me dice que se va al baño un momento. Aprovecho yo también para descargar mi vejiga en el servicio de caballeros. Cuando salgo, la chica tan simpática se ha dado el piro y me quedo Colgate-Gel en el bar. No he conocido la pradera de Épila pero me ha quedado muy claro que ese año los epilenses han tenido una sensacional cosecha de calabazas.

06:00. Tomo el autobús de regreso a Zaragoza.

06:50. Llego a mi casa muerto de frío y de hambre. Abro la nevera y… me pongo a comer como un marrano.