En la Edad Media casi nadie sabía leer. Tan solo en circunstancias excepcionales se acercarían las personas al texto escrito, y cuando tal cosa llegase a ocurrir, es casi seguro que el tipo de lectura que el hombre o la mujer en cuestión realizase plantearía fuertes diferencias formales si la comparásemos con el modelo típico que hoy entenderíamos como predominante.

Generalmente, y precisamente debido a este analfabetismo generalizado, sería necesario esperar a que otro individuo instruido recitase el contenido transcrito sobre el papel para poder disfrutar de la lectura (aunque aquí más que leer lo que se estaría haciendo para ser exactos es “escuchar leer”). Por otra parte, en el caso de tener algunas nociones básicas, de conocer las letras y los sonidos que producen estas al conformar sílabas, se abriría la posibilidad de leer de forma autónoma; una habilidad esta poco común entre la población -imposible para amplios sectores del espectro social- pero que seguiría obligando a aquel que la llevase a cabo a emitir susurros, a murmurar, y a articular en voz alta todo aquello que se descifrase con la vista, justo como sigue ocurriendo hoy con los niños que están aprendiendo. Solo en un último estadio sería factible hacer una lectura silenciosa, eludiendo los sonidos bucales y evitando tal vez la compañía de otros, de un modo idéntico al practicado por San Ambrosio para el asombro de muchos de quienes le conocieron: “Cuando leía sin pronunciar palabra ni mover la lengua -afirmaba del obispo de Milán San Agustín en sus Confesiones-, pasaba sus ojos sobre las páginas, y su inteligencia penetraba en su sentido […] ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan absorto?”.

Por lo dicho en estas líneas, constatamos que el modo más recurrente de transmisión cultural al menos hasta la llegada de los tiempos modernos -cuando la invención de la imprenta supuso una ruptura a este respecto- fue la vía oral. La gente ampliaba conocimientos y se instruía a través de los cuentos, los refranes y las canciones que otros repetían y que, con un ocasional acompañamiento musical, a veces se transformaban en danzas susceptibles de convertirse en importantes recursos de diversión cotidiana. Ni siquiera era preciso dejar por escrito muchos de estos poemas o historias. Cuando en las pequeñas cortes señoriales del sur de Francia comenzó a asentarse un clima de rivalidad basado en quién lograba hacer de su castillo una sede poética más elegante y esplendorosa que las demás, muchos poetas cultos a partir del siglo XI -los trovadores- empezaron a esforzarse por elaborar piezas de gran complejidad que después otros músicos e intérpretes aprendían y representaban por diversos lugares. La figura del juglar, ese pequeño artista situado a caballo entre el verdadero profesional recitador y entre el saltimbanqui caradura, comenzó por ello a cobrar en estos tiempos una importancia inaudita, pues además de proporcionar distracciones al pueblo, también actuó como verdadero mecanismo de difusión cultural al reproducir por calles y plazas, previa memorización, las canciones y poemas que inmediatamente antes habían disfrutado tal vez los distinguidos personajes de las cortes principescas.

Una de las cuestiones que más han llamado la atención sobre el trabajo de los juglares medievales es precisamente su extraordinaria capacidad memorística. Sus mentes eran auténticos archivos en los que se almacenaban los más populares cantos a héroes y a santos, los cuentos, los romances y todas las otras formas de la literatura oral, de modo que en cualquier momento podían escoger una u otra pieza y declamarla frente a su público por horas. Se ha sugerido que algunas rudimentarias copias escritas de pequeño formato comúnmente conocidas como “manuscritos de juglar” pudieron ayudar a los intérpretes a aprender su repertorio, aunque esta es una hipótesis algo insegura debido a que, a diferencia de lo que podía ocurrir con los trovadores, los juglares muchas veces ni siquiera sabrían leer. Bastante más factible parece, en cambio, el empleo de otro recurso puesto en valor por los profesores María Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua; este consistiría en la recapitulación ocasional de episodios mencionados anteriormente en el poema con la intención de aprovechar ese lapso para recordar lo que habría de venir después. De la misma manera, la sistemática aplicación de epítetos a todos los personajes de la composición -y repetidos con cada alusión a los mismos permitiría igualmente al poeta ir memorizando el episodio posterior conforme se recitaba la recurrente “coletilla”.

Los orígenes de la juglaresca no están nada claros, si bien esta clase de intérpretes ya aparecen mencionados en el Concilio de Cartago del año 436. Lo que parece evidente es que en la Plena Edad Media la figura de este personaje había ampliado su espectro considerablemente y, en consecuencia, las connotaciones alusivas al término “juglar” no siempre fueron positivas. El famoso compositor provenzal Guiraut Riquier dirigió en 1274 un reivindicativo escrito al monarca castellano Alfonso X -el Suplicatio- en el que se quejaba de que sistemáticamente se asociase la digna profesión del juglar con el trabajo de amaestrador de monos o de titiritero. Por aquel entonces, las cruzadas contra los albigenses en el Languedoc provocaron que muchos trovadores del sur de Francia buscasen nuevos protectores en las expansivas cortes aragonesa y castellanoleonesa, y es en parte esta una razón que explicaría el incremento de juglares en la Península Ibérica en estas fechas. En su respuesta al texto de Riquier, por tanto, es muy reseñable que Alfonso X recordase que al menos en Castilla no solamente había juglares respetables que cantaban, tañían y recitaban para ilustres patronos, sino que también abundaban los sinvergüenzas remedadores, que solo imitaban a otros, o los odiosos cazurros, que eran quienes animaban el ambiente en las tabernas donde acudían los borrachos.

El juglar no desapareció fácilmente. Con el despunte de las primeras universidades y la consecuente aparición del mester de clerecía en el siglo XIII -una nueva forma poética que rivalizaría con las escuelas trovadorescas-, surgieron estudiantes pobres de vida errática y clérigos licenciosos que vagabundearon por las pujantes ciudades ofreciendo sus composiciones eróticas y satíricas a cambio de las sobras de la comida (la sopa boba). Poco después los nobles decidieron asentarse también en los ambientes metropolitanos, y gracias a ello sus renovadas cortes favorecieron la difusión de las obras de sus poetas, que a la postre llegarían a inmortalizarse por medio de los cancioneros que se destinaban al público cortesano. A mediados del siglo XV todavía seguía habiendo populares juglares, como Juan de Valladolid -conocido en aquellos cancioneros como Juan Poeta-, que además de recitar y cantar, hacía las veces de bufón y era capaz de hacer granizar mediante conjuros.

En esta época se registra asimismo la presencia de ciegos especializados en entonar fragmentos poéticos aprendidos, o en la realización de rezos para los demás bajo el encargo de un particular. La actividad artística de estos ciegos se alargaría en el tiempo, entrando de lleno en el Siglo de Oro, cuando se hicieron con el monopolio del reparto de los pliegos sueltos; y aún entonces, en pleno siglo XVII, continuaron existiendo profesionales que realizaban actividades propias de la juglaría medieval, como los “memorillas”, que podían piratear una comedia entera habiéndola visto solamente tres veces en el teatro, o el “bululú” -mencionado en El viaje entretenido de Agustín de Rojas Villandrando, de 1603-, que recorría los pueblos interpretando él solo los papeles de todos los personajes de un mismo entremés.