Tiene que ser muy raro que le pongan tu nombre a una calle. Y puede que, incluso más, que se lo quiten. Habitualmente, una circunstancia atenúa la extrañeza: que ambas maniobras, tanto la de quita como la de pon, suelen realizarse cuando el homenajeado ya se ha muerto. Aunque no faltarán casos en los que éste haya de presenciar el proceso de encumbramiento y la subsiguiente defenestración.

Qué se le va a hacer. Las veleidades son gajes de la Historia. Y está bien. Que se la escrute desde distintos ángulos, bajo otras luces. Porque siempre la escriben los vencedores. Imponen su versión, izan en lo más alto del mástil sus valores, y bautizan a sus avenidas con la nomenclatura de sus próceres. Una forma de marcar el territorio. Igual que los perros cuando mean los alcorques y las farolas.

Por eso, no está de más revisarlo. Eso sí, hasta cierto límite, para no pasarnos de frenada como López Obrador. Hay que saber parar. ¿A quién deberíamos exigir en España una disculpa? ¿A los romanos, mirándoles esquinado cada vez que paseemos por el Trastevere, por que sus ancestros del Lacio nos inundaran de acueductos, teatros y demás piedras esta Hispania nuestra, tierra de conejos? ¿A los visigodos? ¿A los musulmanes, porque por culpa de los Omeya y toda su estirpe decimos que nuestras aguas corren por acequias, que majamos el perejil en un almirez, y que, tras la ducha, nos secamos el cuerpo serrano con albornoces?

Muy delicado depurar responsabilidades, porque poco conocemos de nuestros propios antepasados. Por ejemplo, si, en un momento dado, fueron víctimas o verdugos, cuando probablemente, ejercieron de las dos cosas. Quien más, quien menos es fruto de la conquista. De la de una civilización sobre la otra. Y de la de un señor y una señora que se subyugaron lo bastante como para desear mezclar sus respectivos gametos. Que no es moco de pavo. ¿Dónde fijar, por tanto, el umbral en el que prescribe la necesidad de pedir perdón? Tal vez tendría que permanecer vigente sólo hasta el punto en el que la Historia sigue viva y coleante: mientras aún duele.

Esta condición se cumpliría en el caso de muchas de esas calles a las que, con la ley en la mano, se pretende cambiar la denominación. Sin ir más lejos, a la que ha sido la mía en Zaragoza toda la vida, lo que me produce la sensación de que alguien muy cercano ha sufrido un trastorno de la personalidad. Una enmienda justa, claro, dado que el sentido de asignar una rúa consiste en honrar la memoria y, como antes decíamos, las lecturas de la Historia varían. Quien en su día se consideraba un dechado de virtudes que partía la pana hoy se ha trocado en un perfecto y miserable bellaco.

Ahora bien, quizás convendría matizar que lo que ocurre con las calles y sus nombres es que terminamos por disociarlas del sujeto que se esconde tras ellas. Así, éste deja de ser un individuo con toda su paleta de claroscuros y se convierte, simplemente, en un topónimo. Liberador, ¿no? Ya no más un quién, sino un dónde. Uno en el que pudieron darte la peor de las noticias, o tu primer beso. Por el que caminaste hastiado día tras día, camino de ese trabajo que odiabas; donde saltaste en los charcos a la salida del colegio, te compraron aquellos patines que codiciabas desde el otro lado del escaparate, o formaste una familia.

Que te dieran una calle significa que, en tu nombre, alguien encontró el lugar donde se sentía en casa y eso, en cierto modo, lo purifica (el cómo te llamaras, no lo que hicieses). El espacio, poco a poco, se vacía de las connotaciones personales, de la ideología y las acciones de fulanito o menganito, de su pasado más o menos indigno; y se llena de colectividad, de vidas.

Sirva de alivio. Si te dan una calle, en ella, quien menos importe serás tú.