El otro día, por circunstancias que no vienen a cuento, tuve que viajar fugazmente a Pamplona. La ciudad donde me hice periodista. De paso, y ya que estaba, también hice teatro, amigos y una vida. Llámense daños colaterales.

Supongo que este apunte biográfico no tiene mucho de peculiar, y no querría importunar a nadie con él de no ser porque se lo debo a ella. Si se llega a enterar de que me ceden un espacio en el periódico y que cometo el desperdicio, la negligencia, la dejación de funciones de no emborronarlo… la suerte de torturas a las que me sometería resulta insondable. Lo sé de buena tinta, porque esa "ella" soy yo. O, mejor dicho, la que yo era.

¿Por qué ese distanciamiento pronominal que me trata de tercera persona? No, no es un brote bipolar a lo Gollum/Sméagol. Sencillamente, han transcurrido casi doce años. Y ya lo sentenció Heráclito. Panta rei. Todo fluye. No te bañarás dos veces en el mismo río. Y no tanto por esas aguas renovadas a líquida perpetuidad, sino por nosotros, que vivimos y, en el intento, nos convertimos de a poquito en otros. La única treta que, hasta la fecha, se ha revelado eficaz (aunque limitada temporalmente) de ir dándole a la muerte gato por liebre, despistándola día tras día con caras distintas que nos legitiman para espetarle: Not today. Hasta que, a los postres, nos caza, claro. En fin, que me pongo muy Arya Stark (tenía que introducir la cuota de Juego de Tronos, lo siento).

El caso es que ella (o séase la menda), por aquel entonces, no había leído la saga de G. R. R. Martin, pero sí unas cuantas letras, y llegó a Pamplona borrachita de literatura. Casi todo lo que conocía del mundo tenía como denominación de origen los renglones de alguien que llevaba dos siglos criando malvas. Y, cómo no, ella quería escribir. Qué original, ¿verdad? Fantaseaba a diario con dedicarse a ello. Sus ensoñaciones eran perseverantes. Le flambeaban los sesos con pertinacia mañana tras mañana, camino de la universidad.

Idéntico camino al que seguí hace un par de tardes. Piedra y hierba en derredor. Aire fresco del palique de los pájaros madrugadores. La Ciudadela. Ella andaba a paso elástico y, entre tanto, pensaba en metáforas y en adjetivos. Sí, lo sé. Una forma de pasar la juventud como otra cualquiera. Se divertía, no crean.

Salía en hora de la residencia de monjas. En concreto, de la habitación 414. Capicúa. Un buen augurio, sin duda. Guardaba respeto a su particular mística de los números, de las fechas; jugaba a cábalas propias. Por eso, se prometió que, si alguna vez tenía la oportunidad de escribir algo (algo en serio), le encontraría un hueco entre diptongos a esa cifra mágica, como si se tratara de la piedra fundacional, o el talismán auspiciador, de aquel pacto que entablaba consigo misma. Por eso, en una novela que se titula El color de la luz, y que, aunque ella aún no lo sepa, va a publicar el año pasado, la protagonista puja en una subasta con el número 414. ¿Y qué pasa? Pues claro que sí. Que se lleva el cuadro.

Justicia pura y neta. Porque si esa novela vio la luz, si lo hacen estos artículos que les endoso con cierta regularidad, es gracias a la chavalilla. Siempre se ponderan los frutos que fermentan al resol de la experiencia. Yo todavía desconozco lo que me reportará esa sazón. Pero sí puedo afirmar qué me rindió aquella inocencia; la de ella, que soñaba con tenacidad. Cuando acabas de quitarle el precinto al coto de los adultos, todas las veredas parecen lícitas, practicables.

Luego, vas descubriendo que incluso los sueños más hermosos vienen de fábrica con alguna tripa rota. Y está bien. Porque eso significa que ya no son sueños. Que ya son reales. En mi caso, si lograron esa transmutación de agua en vino, se debe a mi pretérito, que albergaba una fe inquebrantable. Por eso, no podía dejar pasar esta oportunidad de agradecérselo.

Fabulo con la posibilidad de que, a través de algún agujero de gusano intertemporal, tropiece con este artículo del futuro y se sienta reconfortada. Que avizore en ello un motivo para continuar yendo a la universidad con la cabeza llena del palique de los pájaros. Lo mejor es que ni siquiera lo necesita. En cualquier caso, va a hacer (ya hizo) su parte.

Ahora, el compromiso se firma con el presente. Para que, dentro de diez años, me halle en disposición de darle las gracias a la que soy hoy. Creo que es una forma bonita de ir viviendo: brindando un reconocimiento a nuestros yoes pasados. A fin de cuentas, han sido los que, a corderetas, nos trajeron hasta aquí.