En cierto modo, podría pensarse que casi todo lo que conocemos sobre el pasado (sobre el pasado de nuestras sociedades) nos es transmitido a través de relatos consolidados, rígidos, “institucionalizados” incluso, que rara vez cuestionamos y que repetimos como mantras a lo largo del tiempo. Se trata de narraciones con sello oficial, portadoras de legitimidad y aptas para transformarse, previo proceso de adaptación, en parte inseparable de la identidad colectiva de los pueblos. Y lo justo es considerar que los mejores estudios de la disciplina histórica se realizarán como norma general en contextos democráticos y libres, en entornos donde la mentalidad crítica capacite a los investigadores a escarbar y tirar de todos los hilos sin que exista miedo a censuras y represalias de ninguna clase. Pero resulta evidente que las circunstancias más propicias no siempre se dan sin más, y que la memoria que cada lugar guarda de su propio pasado podría por ello estar ocasionalmente sujeta a variaciones deliberadas y manipulaciones más o menos burdas, según el discurso lo haya escrito la fuerza de un color, o la de otro.

“Cada vez que un movimiento político impone su dominio en una sociedad -ha dicho Enrique Florescano-, su triunfo se vuelve la medida de lo histórico, domina el presente, comienza a determinar el futuro y reordena el pasado”. Hace siglos era muy común que la entronización de cualquier nuevo líder conllevara de manera implícita una exhaustiva revisión de lo recordado, que en aquellos instantes se aportasen fuentes que posibilitasen la reescritura estratégica de la historia, y que, con la abolición de la tradición anterior (tenida súbitamente por errónea), se abriese el camino a una nueva, más legítima que las demás, y por ende merecedora de ser inmortalizada con la construcción de monumentos y lugares simbólicos.

También era corriente que al toparse en un mismo espacio dos civilizaciones distintas que no se conocían hasta entonces, la más poderosa de ellas -o por ser más precisos, la que contase con una tecnología más avanzada- tendiese a asumir que el nuevo territorio conquistado carecía de una historia propia debido a la propia incapacidad de sus gentes por preservar las cuestiones fundamentales que les atañían como pueblo. “Érase Europa y ahí se acababa toda la historia -apuntó hace ya unos cuantos años Henri Moniot-; “el resto: pueblos sin historia”.

La imposición de las memorias más fuertes sobre las más débiles es, así pues, una certeza que observamos en todos los lugares del planeta con el devenir de los siglos, si bien es cierto que de cuando en cuando, la total imposibilidad de “absorber” la memoria rival de turno ha podido dar paso a interesantes escenarios en los cuales dos o más miradas históricas distintas han tenido que coexistir bajo un mismo techo. Así ocurrió en la época del cristianismo primitivo, por ejemplo, que al menos bajo tierra defendió su idiosincrasia ante los embates del paganismo imperante; y lo mismo podría decirse de los enfoques antagónicos que blandieron católicos y protestantes a partir del siglo XVI, o de las posturas políticas que brotaron irrefrenables tras el estallido de la Revolución Francesa, cuando la visión del mundo se hizo dual y los europeos asistieron como testigos obligados a un verdadero choque de trenes entre dos conceptos existenciales y definitivos.

Recordaba Pierre Nora en una entrevista para Letras Libres en 2018 que hacia los inicios de la década de los 70 del siglo pasado, muchos alumnos de los colegios franceses no acababan de entender cómo sus libros de texto hablaban de una historia nacional, universal y unitaria cuando ellos mismos procedían de pasados tan variopintos. Ahí estaban, unos junto a otros, sentados en sus pupitres, “el bisnieto de un aristócrata guillotinado en la Revolución, el nieto de un inmigrante italiano o el hijo de un judío polaco”. ¿Cómo hablar entonces de una sola herencia común, si en realidad había tantas? Y el ejemplo galo es extrapolable a muchísimos otros, claro. La cacofonía cultural e identitaria no debe resultarnos extraña de ningún modo, y da lo mismo el lugar o el momento histórico que queramos examinar a este respecto. Otra cosa será, eso sí, si atendemos de nuevo a las innumerables conquistas físicas que a lo largo de los tiempos se han ido produciendo entre grupos con memorias distintas, porque lo más seguro en estos casos será que, si no las mismas personas portadoras del recuerdo (que muchas veces también), por lo menos las evidencias materiales de ese recuerdo hayan acabado desaparecidas entre golpes de artillería.

“¡Oh tesoro perecedero! -se lamentaba Justo Lipsio en una joya de texto titulado 'Las bibliotecas en la Antigüedad' (1592)- Todos estos libros perecieron en la guerra civil de Pompeyo cuando César peleaba contra Alejandría, y para mayor seguridad suya prendió fuego a las naves, cuyas llamas alcanzaron y consumieron los astilleros cercanos y la Biblioteca vecina a ellos. ¡Triste sino y motivo de vergüenza para César!”

La voluntad de prender fuego a las bibliotecas ha sido muy recurrente entre aquellos caudillos que decididamente se han mostrado dispuestos a culminar auténticos borrados de memoria sobre localizaciones concretas. Los ejemplos de ello son muchísimos, y responden a voluntades de diversa tipología (si bien tras los actos siempre se han ocultado mentes arrobadas por creencias delirantes). Uno de los más recientes en el tiempo, y de los más ignominiosos también, se dio durante las guerras yugoslavas en diversos enclaves balcánicos. Fue entonces cuando, en el verano de 1992, las facciones radicales serbias de Karadzic incendiaron el Instituto de Estudios Orientales de Sarajevo bajo la creencia de que así lograrían hacer desaparecer de la faz de la tierra cualquier hálito de memoria musulmana bosnia. En el acto desaparecieron volúmenes centenarios de historia, geografía, viajes, y de todas las ciencias existentes. Hubo también matanzas de civiles, “limpiezas étnicas” ideadas con la sola intención de borrar cualquier rastro de ascendencia otomana. Y todo ello, finalmente, para no conseguir nada en absoluto más allá de los regueros de muertos y de los paisajes marcados por la desolación.

El poeta Juan Goytisolo estuvo un año más tarde en Sarajevo, y allí tuvo oportunidad de pasear sobre los escombros de la biblioteca, entre cuyos boquetes se filtraba la luz del día. Más tarde, en 2004, dejó recogida su experiencia en un artículo para 'El País' donde reconocía haber rescatado del suelo del Instituto unas fichas medio rotas escritas en caracteres cirílicos. La reflexión que hizo entonces es aleccionadora: “Muchos creíamos ingenuamente que, tras la derrota de los nazis, ese memoricidio pertenecía al pasado. Nos equivocamos”. Y añadimos nosotros ahora: Aún hoy nos seguiríamos equivocando si pensásemos que el conocimiento y el recuerdo de todas y cada una de las culturas del mundo permanece ya a salvo, sin posibilidad de desaparecer, solamente porque las vías por las que aquel conocimiento viaja en la era de internet trascienden lo físico o lo tangible. Que ya no sirvan los incendios para acabar con la identidad de una sociedad o con la memoria de un suceso, no significa que estemos libres de memoricidios. En realidad, solo un estado plenamente implicado en la preservación del recuerdo de todos los colectivos garantizaría tal cosa.