Permaneciendo atenta ante un largo anaquel repleto de libros, Virginia Woolf se complació al comprobar que muchos de los tomos allí disponibles ya no estaban escritos exclusivamente por hombres, y que de entre aquellos que contaban con autoría femenina (que podían rondar la mitad), se hallaban ejemplares espectaculares, verdaderamente imprescindibles, y no solamente esquemáticas novelas con romances arquetípicos y personajes manidos. Sobresalían en aquella estantería de biblioteca, por tanto, los estudios sobre mitología griega de Jane Ellen Harrison, las reflexiones de Vernon Lee acerca de la estética, o las informaciones expresadas por Gertrude Bell tras sus numerosos viajes por Palestina, Siria o Arabia. Todos ellos trabajos relativamente recientes y dotados de una grandísima aceptación por parte del público especializado.

Pero no era esta, lamentablemente, una tendencia con una larga trayectoria histórica. Sabía Woolf que durante las generaciones precedentes a la suya las mujeres con vocación literaria no habían corrido una suerte similar. Temas como aquellos, de arqueología, de filosofía, de arte y crítica literaria, habían sido coto masculino hasta hacía muy poco, ya que las esposas y las hijas de casi todos los hombres, lejos de soñar con componer escritos de verdadera profundidad, habían tenido siempre que adaptarse por la fuerza a unas convenciones que las relegaban a un plano de inferioridad intelectual. La misma Jane Austen, cuyas clásicas novelas constituyen el sello de toda una época, no gozó en su vida de una auténtica emancipación: no viajó nunca; no almorzó en un restaurante a solas; y ni siquiera llegó a salir a la calle sin un mínimo acompañamiento. Tampoco George Eliot alcanzó la soledad monacal, el retiro definitivo que todo gran artista necesita. En su caso, la escapatoria que protagonizó a una casa apartada en St. John´s Wood no le permitió aislarse del mundo como le hubiese gustado. Y de igual manera, Charlotte Brontë terminó lamentándose a través de la voz de uno de sus personajes de ficción más memorables, que se preguntaba con nerviosismo: “¿Quién me censura? Muchos, sin duda, y dirán que soy una descontenta. No podía remediarlo; la inquietud era innata en mí; me agitaba a veces hasta el dolor”.

Ese descontento, o también esa misma inquietud, la habían venido manifestando a lo largo de los tiempos otras autoras (menos numerosas conforme retrocedemos en años) a través del lenguaje escrito. Era una especie de sentimiento que llevaban grabado en lo más profundo del alma y del que no podían olvidarse fácilmente en el momento de coger la pluma, pues independientemente de lo que cada una escribiese, tarde o temprano saldría a flote de una manera u otra. “¡Qué bajo hemos caído!”, exhortaba hacia finales del siglo XVII Lady Winchilsea, “excluidas de todo adelanto del espíritu, dedicadas y destinadas a la torpeza”; y en la misma línea iba Margaret Cavendish cuando dijo que las mujeres “viven como murciélagos o lechuzas, trabajan como bestias y mueren como gusanos”.

Más nos interesa todavía en relación con este tema el testimonio de la religiosa novohispana Sor Juana Inés de la Cruz. Por la claridad de su lenguaje, y también por la evidente sinceridad de sus palabras, vemos que todo lo que esta monja no llegó a alcanzar como estudiosa y escritora, se debió a la propia falta de oportunidades a la que tuvo que someterse desde la infancia: “Cuando tuve seis años oí decir que había Universidad y escuelas en Méjico, y apenas lo oí cuando empecé a instar a mi madre con inoportunos ruegos […]. Ella no lo quiso hacer (e hizo bien), pero yo despiqué mi deseo de leer, leyendo muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen represiones ni castigos a estorbarlo”.

El hecho de que la madre de Sor Juana Inés prohibiese a su hija acceder a estudios superiores es algo tan significativo como el hecho de que la misma escritora agradeciese finalmente no haber tenido ocasión de matricularse en facultad alguna -pues recordamos que la madre hizo bien en no dejarle estudiar-. También Virginia Woolf, tratando de reconstruir la vida familiar del mejor escritor inglés de todos los tiempos, concluyó que la falta de datos biográficos sobre su persona no debería evitarnos constatar de todas formas que aquel hombre tuvo estudios. ¿Qué decir en cambio de su hermana? ¿Fue ella a la universidad o no? ¿Presentó acaso inquietudes literarias? Y de ser así, ¿quiso en algún momento de su vida dar el paso y comenzar a aprovechar su inteligencia y su imaginación con la escritura? Pues bien, no hay constancia de que la hermana de este autor llegase a escribir nunca. El mismo destino, al fin y al cabo, que el que acabó esperando a la mayoría de las otras mujeres a lo largo de los siglos, ¡estando dotadas quizás de talentos que no llegaron a conocer ni explotar! Y es que ninguna de ellas -de aquellas a las que hoy no recordamos porque nada ha quedado escrito sobre ellas- contó con los dos elementos que Virginia Woolf entendió como indispensables al caso: el derecho a sustentarse económicamente, y la posesión de un cuarto propio.